Columna

Corre Coelho

Hay personas que nacen para tener una calle. La mayoría de ellas estiman que su deseo se verá cumplido cuando ya no estén para contarlo, pero algunos tienen la oportunidad de comprobarlo en vida. Poetas, santos, militares, doctores, magistrados, deportistas o políticos forman esa constelación de aspirantes al callejero. Muchos parten con una gran ventaja: si han nacido en pequeños pueblos es más fácil que les concedan una glorieta, un polideportivo o el nombre de un centro educativo o sanitario que si nacen en una gran ciudad donde el genius loci tendrá que competir forzosamente con otr...

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Hay personas que nacen para tener una calle. La mayoría de ellas estiman que su deseo se verá cumplido cuando ya no estén para contarlo, pero algunos tienen la oportunidad de comprobarlo en vida. Poetas, santos, militares, doctores, magistrados, deportistas o políticos forman esa constelación de aspirantes al callejero. Muchos parten con una gran ventaja: si han nacido en pequeños pueblos es más fácil que les concedan una glorieta, un polideportivo o el nombre de un centro educativo o sanitario que si nacen en una gran ciudad donde el genius loci tendrá que competir forzosamente con otros talentos universales e incluso con las estrellas del firmamento.

Santiago de Compostela, donde parece que la Vía Láctea no implica demasiado reclamo, acaba de tomar una decisión un tanto controvertida: el Ayuntanmiento acaba de dedicar una calle a Paulo Coelho, el escritor brasileño más vendido en el mundo, cuyos libros de vaga espiritualidad han contribuido a que muchos peregrinos se hayan puesto las botas y marchen cada año con dirección al fenómeno.

A este paso, la próxima circunvalación se la podemos dedicar a Fernando Alonso

Desde este punto de vista resulta irreprochable el nombramiento porque hace ya tiempo que el mundo de la espiritualidad se ha vuelto un prêt-á- porter cosido a los libros de autoayuda; el ámbito de los espíritus se ha vuelto terapia de masas, búsqueda programada, nirvana inducido por doctores que, más que literatos, recuerdan a los cirujanos plásticos, es decir, que cuando uno acude en su busca, va a encontrar seguramente un chaleco a la medida, un chamán con tarifa por horas, un signo zodiacal acorde con sus anhelos.

En cierto modo, hemos perdido el pudor cultural que nos mantenía vigilantes como soldados maoístas sobre el cumplimiento del canon. Estamos finalmente en la posmodernidad, en plena decadencia del imperio (americano). Que Paulo Coelho tenga una calle en Compostela es un síntoma equivalente al de ese Jurado que ha concedido a Google el Príncipe de Asturias de la Comunicación. Es decir, uno vale para eso y para todo lo contrario ¿No será más bien la empresa Google la que debe dar un premio de comunicación al Príncipe de Asturias y, ya puestos, no tendrá Paulo Coelho que conceder desde su olimpo multimedia una mención, no digo calle, al Concello compostelano? ¿Y qué pensará O Santo dos Croques de este mago de las finanzas brasileño comparable a aquel Pittanguy que empezó a sembrar el mundo de cuerpos gloriosos desde su clínica de Río de janeiro? ¿No son los espíritus de Coelho, siempre nobles, vagabundos, desprendidos, del mismo molde?

Que una ciudad de peregrinación mundial como Compostela se haya decantado por esta manera posmoderna de hacer el callejero nos hace sugerirle a Roma que tenga a Madonna también en cuenta o que en Fátima hagan una avenida dedicada a Cristiano Ronaldo. Nada tengo contra el éxito editorial de Coelho ni contra el discográfico de Mariah Carey ni contra el cinematográfico de Steven Spielberg, son poderosos reclamos que mueven los engranajes de industrias culturales ansiosas de mercado.

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Ya con Ruiz Zafón, cuya última novela comparé con una hamburguesa XXL, tuve trifulca con internautas que me han cantado las cuarenta, pero que este Coelho tenga calle en Compostela me parece una manifestación sublime de la mercantilización global de nuestro presente: lo que no vende no existe, un axioma que nos lleva casi siempre a poner el grito en el cielo por la desaparición de esas cosas tan importantes como el latín y el griego, la filología y la poesía, el teatro y la danza, a fuerza de volvernos insoportablemente reaccionarios, definitivamente amargos.

Bugallo tiene razón: mejor Coelho que Casiopea, mejor Coelho que un soldado muerto en Afaganistán, mejor Coelho que el naufragio del Prestige. Las calles del viejo barrio deben tener también la decencia de citar a los chamanes de la modernidad, invocar el peso específico del best-seller, sacarse un conejo blanco de las piedras y saludar al gran Mago carioca que un día de junio llegó en santa compaña a la ciudad del apóstol y le regaló una pluma de marca al burgomaestre. A este paso, la próxima circunvalación se la podemos dedicar a Fernando Alonso, si Oviedo no nos lo impide.

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