Columna

Opositores

El número de personas que en estos momentos están preparando unas oposiciones en Galicia debe de ser apocalíptico, inconmensurable. Si hay un consenso generalizado entre nosotros es en este punto: en el valor de un puesto de funcionario. Si el país ofreciese más trabajo y si los salarios fuesen más altos -si nuestro capitalismo fuese más fuerte y benevolente y no tan cazurro- tal vez ese número descendería, y habría menos esperanzas volcadas en el sector público. No siendo así la administración da una seguridad muy de agradecer en un país cuya psicología colectiva está fundada en un cierto tem...

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El número de personas que en estos momentos están preparando unas oposiciones en Galicia debe de ser apocalíptico, inconmensurable. Si hay un consenso generalizado entre nosotros es en este punto: en el valor de un puesto de funcionario. Si el país ofreciese más trabajo y si los salarios fuesen más altos -si nuestro capitalismo fuese más fuerte y benevolente y no tan cazurro- tal vez ese número descendería, y habría menos esperanzas volcadas en el sector público. No siendo así la administración da una seguridad muy de agradecer en un país cuya psicología colectiva está fundada en un cierto temor a quedar colgado de un alambre.

¿Por qué este temor atávico, metido hasta el fondo en los genes del país? Es difícil decirlo. A pesar de que en los últimos treinta años los gallegos vivimos con una creciente riqueza lo cierto es que es posible detectar en nosotros un miedo cerval, que rara vez se expresa abiertamente, a recaer en lo mísero y abominable. Tal vez ese miedo no se da tanto entre nuestras clases trabajadoras, que no han tenido grandes expectativas, como en las clases medias, tan recientes y frágiles. En todo caso ese temor genera un afán de seguridad que en ningún sitio puede encontrar mejor satisfacción que en la administración.

Ministros o guardias civiles, la conquista de la Administración por los gallegos ha sido pertinaz

Con todo, la querencia de los gallegos por el estado viene de muy lejos. Hasta el punto de que ha generado una imagen exterior reconocible, una especie de marca étnica o rasgo de identidad. Los gallegos han sido vistos en España, tradicionalmente, como un reservorio de la Administración. Su estrategia ha parecido siempre ser la de la sardina, la de aquellos que se infiltran poco a poco, como no queriendo la cosa, con cierta cara de despistados, hasta que ya era demasiado tarde para negarles el acceso.

Un cierto carácter taimado es el que se nos ha atribuido. Si se leen ciertos libros de historia se comprobará que hasta el mismo Franco ha sido visto como un ejemplo extremo de esta tipología. Bien como ministros o profesores, como probos o indolentes funcionarios, como militares o guardias civiles, la conquista de la Administración por los gallegos ha sido pertinaz. El motivo es claro, y el gallego Antón Costas lo explicaba así: "En los países con grandes diferencias interiores, las regiones pobres producen funcionarios y políticos y las regiones ricas, empresarios y gente dedicada a los negocios, actividades por lo general más lucrativas".

En la lógica del estado centralista, Madrid era el destino obligado del opositor. Hoy éste ya no necesita, sin embargo, hacer turismo forzado en la capital del Estado. Silleda hace las veces. Sus hosteleros hacen el agosto en un nuevo ejemplo de los beneficios que la existencia de un poder gallego reporta. Allí llegan, exhaustas, sucesivas hornadas que concursan a todos los puestos y todas las escalas. Silleda es, ciertos sábados y domingos del año, una memorable confusión en la que prosperan o se estrellan sueños y aspiraciones. Las oposiciones, que suelen coincidir con la primavera y el verano, obligan a los que a ellas se presentan a renunciar a los beneficios de las dos estaciones que en Galicia merecen mayor credibilidad.

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Desde luego, el opositor -lo sé porque yo también lo he vivido- ha de cerrar sus pituitarias a cal y canto y no permitir que ningún sonido seductor atraviese su ventana. Ha de encerrarse en una lóbrega oscuridad, ante montones de libros y apuntes deshilachados que ha de memorizar convenientemente y olvidarse del mundanal ruido hasta que llegue el día de autos. Sería toda una inconsecuencia que un opositor luciese un ebúrneo bronceado en vez de una blancura mortecina. Es éste un rito de paso que confiemos en que garantice un nivel de conocimientos suficiente o una cierta capacidad para resolver problemas.

Dada la cultura, del país las oposiciones son el mejor mecanismo, con todo. Si los puestos se pudiesen cubrir discrecionalmente no cabe ninguna duda de que todos los hijos y sobrinas, una inmensa caterva de incompetentes, encontrarían ocupación en el Estado. En países católicos y latinos, huérfanos de cualquier reserva puritana que suponga un obstáculo moral a la picaresca de la familia o del grupo político (entidades que a menudo suelen coincidir) conviene más pecar, en este terreno, de francés napoleónico que de anglosajón. Y aún así, ha habido y hay tantas familias con ejemplares milagrosamente merecedores de los privilegios de la Administración...

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