Editorial:

Decepción corporativa

Si se admite que existe contrato implícito de las empresas con la sociedad a la que prestan sus servicios, una de las cláusulas de ese acuerdo se suele incumplir sin remordimientos: la exigencia de un buen gobierno corporativo. No es un lujo ni un juguete prescindible. El gobierno correcto de las empresas, entendiendo por tal el respeto a los equilibrios accionariales en la formación de los consejos, el respeto a la capacidad de decidir de los accionistas y la seguridad de que existen los mecanismos necesarios para que las decisiones tomadas sean las correctas son valores que deberían cotizar ...

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Si se admite que existe contrato implícito de las empresas con la sociedad a la que prestan sus servicios, una de las cláusulas de ese acuerdo se suele incumplir sin remordimientos: la exigencia de un buen gobierno corporativo. No es un lujo ni un juguete prescindible. El gobierno correcto de las empresas, entendiendo por tal el respeto a los equilibrios accionariales en la formación de los consejos, el respeto a la capacidad de decidir de los accionistas y la seguridad de que existen los mecanismos necesarios para que las decisiones tomadas sean las correctas son valores que deberían cotizar en el mercado, igual que la calidad de los productos de la empresa o la solidez de su situación financiera. El principio general es que los ciudadanos, sean accionistas, clientes o competidores, tienen derecho a saber con qué criterios e instrumentos se gobierna una empresa.

En el caso de España, las normas de buen gobierno tienen por lo general una aplicación decepcionante. Accionistas y directivos de grandes empresas e instituciones financieras no han tenido empacho alguno en construir ostentosos blindajes societarios que limitan, a veces incluso mutilan, la eficacia del voto de los accionistas. Todavía se mantienen en algunos casos bien significados. Tampoco se han respetado los equilibrios lógicos que confieren al presidente de una compañía la potestad de conducir el Consejo de Administración y al consejero delegado la facultad de dirigir la compañía, como lo prueba el hecho de que empresas muy relevantes por su peso en el Ibex mantengan presidencias ejecutivas que arruinan cualquier propósito de un balance de poder dentro de la compañía.

De vez en cuando, el incumplimiento manifiesto de las reglas de buen gobierno roza el nervio de la inquietud social. Tal sería el caso de las astronómicas retribuciones que los directivos y consejeros de las grandes compañías cotizadas perciben sin que existan comisiones independientes que calibren, calculen o investiguen la aportación real de los ejecutivos así premiados a la riqueza de la compañía. Con demasiada frecuencia, las comisiones de retribución en las empresas españolas son organismos internos de puro trámite, formadas por personas adictas a quienes retribuyen o simplemente agradecidas a sus contratadores; a los accionistas se les arroja un piélago indigerible de informes y datos, que no podrían desenredarse ni en varios años de estudio, y el procedimiento deriva en una ocultación interesada de los salarios de la alta dirección. No es de extrañar que los sueldos millonarios y las indemnizaciones de magnitudes extravagantes sean hoy piedra de escándalo, en España como en Estados Unidos o Europa.

El problema de fondo es de velocidad y credibilidad. El método de normas corporativas tan sólo recomendadas, envueltas además en códigos bien intencionados pero controvertidos y, en todo caso, de cumplimiento voluntario, tiene resultados lentos, es fácilmente esquivable y cae rápidamente en el descrédito. Así sucede cuando se observa detenidamente el cumplimiento del llamado código Conthe. La libertad de las compañías debe ser respetada; por lo tanto, es el mercado el que debe incentivar o penalizar a las empresas que cumplan o incumplan las reglas básicas de transparencia.

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