Columna

Gobernar es resistir

Los grupos de presión condicionan las decisiones de los gobiernos. La lógica de la acción colectiva analizada hace ya décadas por Mancur Olson nos ayuda a entender por qué los grupos más efectivos suelen ser pequeños en número, con objetivos bien definidos y ganancias potenciales significativas. Si lo anterior se traduce en una organización bien engrasada y una buena dotación de recursos (financieros, contactos, acceso a medios de comunicación...) a los gobiernos se les complica la tarea de velar por el interés general. Porque éste se pierde en su generalidad, lo que deviene en dilema para qui...

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Los grupos de presión condicionan las decisiones de los gobiernos. La lógica de la acción colectiva analizada hace ya décadas por Mancur Olson nos ayuda a entender por qué los grupos más efectivos suelen ser pequeños en número, con objetivos bien definidos y ganancias potenciales significativas. Si lo anterior se traduce en una organización bien engrasada y una buena dotación de recursos (financieros, contactos, acceso a medios de comunicación...) a los gobiernos se les complica la tarea de velar por el interés general. Porque éste se pierde en su generalidad, lo que deviene en dilema para quien ocupa el mando: satisfacer los intereses de unos pocos que tienen mucho que ganar, o el de muchos con ganancias per cápita menores. En esta tesitura, la lealtad de los ejecutivos con su ideología y su programa de gobierno pueden decantar la balanza en una u otra dirección.

La experiencia muestra que el impuesto de sucesiones es uno de los más progresivos

La actual Xunta nos ha dado algunos ejemplos de esta firmeza: la norma de los 500 metros, la polémica de las piscifactorías, los porcentajes de reserva de suelo para edificar o la suspensión de planes de ordenación territorial. La reforma del impuesto sobre sucesiones presentada esta semana es otro ejemplo. Frente a quienes exigían la eliminación del impuesto, ha ganado la estrategia de una reforma selectiva que garantiza su supervivencia. Es lógico que esos colectivos particularmente afectados por el impuesto se organicen y presionen. Incluso que construyan un marco interpretativo que le haga pensar incluso al ciudadano mediano que la eliminación de los impuestos más progresivos les va a beneficiar. Están en su derecho.

El mismo derecho que tenemos quienes defendemos la vigencia de ambos impuestos convenientemente remozados y puestos al día. El mismo derecho que tiene los partidos de derechas de avalar la supresión de los impuestos más progresivos, en sintonía con una ideología conservadora y poco proclive a la movilidad social y la remoción de las causas sociales de la desigualdad, como nos recordaba insistentemente Norberto Bobbio. Y la misma obligación ética que tiene los partidos situados en la izquierda ideológica en defenderlo. Les avala la experiencia internacional, las teorías de la justicia social más sofisticadas y los estudios empíricos disponibles para España. Porque los datos demuestran que se trata de unos de los impuestos más progresivos, junto al de patrimonio. Un impuesto que pagan sobre todo los que más tienen y que ayuda a financiar los servicios públicos que todos disfrutamos. Lástima que la firmeza frente a las presiones y la coherencia ideológica que muestra el Gobierno gallego en su posicionamiento sobre el impuesto de sucesiones no parece tener paralelo en La Moncloa.

Es posible que satisfacer las expectativas de quienes votaron por el cambio en 2005 y arreglar los principales problemas de Galicia precise de cambios en el marco estatutario o nuevos traspasos de competencias. Pero de lo que no cabe duda es de que exige romper con algunas formas de hacer política que en algunos departamentos siguen enquistadas; resistir frente a los intereses particulares y los localismos; no obsesionarse con los barómetros electorales y los dossieres diarios de prensa; transmitir con claridad y eficacia la esencia de los problemas y el porqué de las soluciones que se adoptan para recabar apoyo social y contrarrestar los esfuerzos de otros actores políticos y sociales; y, finalmente, asumir que medidas impopulares a corto plazo pueden convertirse en activos netos en el balance de fin de legislatura.

La reforma del impuesto sobre sucesiones encaja en esta forma de hacer las cosas.

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