Columna

El Salvador

En El arte de la fuga, el primero de los libros que integran su sinuosa autobiografía, Sergio Pitol postula que el tiempo no es tan abstracto como tienden a creer los filósofos y que se le puede tocar, oler, hacer fotografías: basta, dice, con visitar una esquina que pocas veces hemos torcido o detenerse frente a un portal que no figura habitualmente en la cartografía de nuestros vagabundeos. Errante perpetuo, Pitol deambuló sin cesar por algunas de las principales capitales de Europa arrastrando a cuestas un sentimiento borroso que tenía una mitad de nostalgia y otra de remordimiento, ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En El arte de la fuga, el primero de los libros que integran su sinuosa autobiografía, Sergio Pitol postula que el tiempo no es tan abstracto como tienden a creer los filósofos y que se le puede tocar, oler, hacer fotografías: basta, dice, con visitar una esquina que pocas veces hemos torcido o detenerse frente a un portal que no figura habitualmente en la cartografía de nuestros vagabundeos. Errante perpetuo, Pitol deambuló sin cesar por algunas de las principales capitales de Europa arrastrando a cuestas un sentimiento borroso que tenía una mitad de nostalgia y otra de remordimiento, y que le volvió especialmente sensible hacia el avance del tiempo en las fachadas, en los monumentos y en los rostros, y en el método de que se sirve para volver extranjero todo cuanto alguna vez compartió con nosotros una breve ficción de intimidad. La experiencia es común y unánime y pocos congéneres habrá que no la hayan protagonizado en algún momento de sus vidas: sentir que de repente la realidad nos traiciona, se cuartea, da la vuelta y se niega a aceptar una caricia o un beso, como un niño enfadado, sentir que el mapa con el que acostumbramos a desplazarnos por el mundo ha quedado obsoleto y que ciertas calles no desembocan ya en los recuerdos a que nos conducían antaño. En cierto sentido, cada cambio constituye una ofensa, una violación de las reglas de juego, la declaración desvergonzada, por parte del destino, de que no le importamos nada y puede alterar las casillas del tablero a su antojo. Con un doloroso consomé de enojo y angustia, Pitol descubrió una mañana que la librería de Roma en que a menudo se empapaba de las amarguras de Pavese y las lluvias de oro de Ariosto había dejado de existir; y en ese trivial desmentido, esa corrección al margen del vasto libro del universo, comprendió que la muerte avanza a trancos, que había calles y volúmenes que jamás volvería a recorrer, y que cada vez que nos calzamos los zapatos es para hollar aceras que nada saben de nosotros.

Resulta difícil determinar si la Iglesia del Divino Salvador, que ha vuelto a abrirse al público en el corazón de Sevilla después de años inacabables de espátulas, andamios y aguarrás, sigue siendo aquel templo extravagante y oscuro, a medio camino entre la tienda de anticuario y la barraca de feria, en que los niños intuimos por vez primera lo que significa el misterio. He circulado entre los primeros visitantes por las naves remozadas, cuyas piedras relucen ahora como los bronces en las casas de las abuelas, y con el mismo empacho de melancolía y alarma de Pitol en su librería he buscado en los rincones los viejos retablos donde se agazapaban santos demasiado deteriorados para ser admitidos en la gloria. Por supuesto que, desde la perspectiva de la conservación del patrimonio, la restauración debe alegrarnos: un fondo opulento de columnas, sagrarios, bóvedas y contrafuertes ha sido absuelto por el momento del desenlace final que aguarda a todas las cosas, el basurero. Pero a la vez, otro órgano escondido que queda más abajo del cerebro y sus transparencias se duele de la antigua oscuridad, de los retablos cariados, del cansancio de las bancas que bajo su madera supervisaban la liturgia tantas veces repetida del incienso y la promesa del paraíso, y oyeron a Dios expresarse en una lengua que los centros de enseñanza han desterrado de sus aulas por carcomido y estéril, como una planta que se secó. Sin advertirlo, Pitol visitaba una ciudad distinta cada vez que bajaba el estribo del tren, un conjunto recién creado de casas, cielos, vislumbres que ocupaba el puesto de otro que ya no existe, y también sin querer este Salvador de estreno recuerda sólo pálidamente al que se marchitó entre la penumbra de otros sahumerios. En fin: nunca te arrodillarás dos veces en la misma iglesia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En