Tribuna:

Falsos Dreyfus, falsos Zola

El caso es harto conocido: entre los cientos de miles de peregrinos cristianos que la ciudad de Jerusalén recibe todos los años, un número pequeño pero no irrelevante experimenta durante su estancia un curioso transtorno mental, conocido como síndrome de Jerusalén. Ya sea por la sobredosis de sacralidad que la ciudad transpira, ya por una indigestión de misticismo o bajo el peso de la tensión emocional que el lugar soporta, el hecho es que unas decenas de visitantes al año empiezan a comportarse de un modo extraño y acaban por afirmar que son Jesucristo. Se trata de una especie de varia...

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El caso es harto conocido: entre los cientos de miles de peregrinos cristianos que la ciudad de Jerusalén recibe todos los años, un número pequeño pero no irrelevante experimenta durante su estancia un curioso transtorno mental, conocido como síndrome de Jerusalén. Ya sea por la sobredosis de sacralidad que la ciudad transpira, ya por una indigestión de misticismo o bajo el peso de la tensión emocional que el lugar soporta, el hecho es que unas decenas de visitantes al año empiezan a comportarse de un modo extraño y acaban por afirmar que son Jesucristo. Se trata de una especie de variante religiosa del famoso síndrome de Stendhal, que los servicios médicos locales tienen perfectamente descrito y suelen resolver tras unos pocos días de tratamiento.

Abundan los intelectuales, verdaderos o no, dispuestos a erigirse en émulos de Zola y adquirir fama y fortuna merced a la denuncia de la imaginaria persecución lingüística. Un fenómeno que viene de 1981, con el célebre 'Manifiesto de los 2.300'

El ramo de la psiquiatría me disculpará la intrusión, pero a la luz de reiteradas observaciones empiezo a sospechar que entre nosotros se da un fenómeno parecido; que existe un síndrome de Barcelona en virtud del cual un contingente pequeño pero ruidoso de nuestros conciudadanos actúa de repente como si fuesen el capitán Alfred Dreyfus en la Francia de 1895. Es decir, que aseguran ser víctimas de sañuda persecución, de crueles discriminaciones, de un odio fóbico; no por ser judíos, claro, sino por ser castellanohablantes o castellanoescribientes.

En este país nuestro, un diario mantuvo durante semanas como tema de portada la chusca historia de un padre que figuraba hacer huelga de hambre en plena plaza de Sant Jaume, frente a la Generalitat, para reclamar que su vástago fuese escolarizado íntegramente en castellano. Nótese que tal demanda iba en contra de un ordenamiento legal y normativo que ha sido avalado varias veces por los más altos tribunales de justicia españoles, y que acaba de ser puesto como modelo por el Comisariado para el Multilingüismo de la Unión Europea. Obsérvese que aquel progenitor no denunciaba que su descendiente estuviera perdiendo el dominio del castellano familiar; exigía que no se le enseñase en catalán. Pese a lo cual, el personaje fue convertido por ciertos medios en un remedo de Giordano Bruno, mártir de los intolerantes.

Más recientemente, ha hecho furor el caso de una escritora de origen latinoamericano con más de tres décadas de residencia en Cataluña pero incapaz, al parecer, de hablar catalán, a la que el exceso de celo de alguien apartó de una tertulia radiofónica. El suceso fue calificado de "despido" (yo creía que participar en una tertulia era una colaboración, no un puesto de trabajo...), incluso de "boicot", y la propia protagonista, con gran alegría conceptual, habló de "fascismo". ¿Fascismo? ¿Es fascismo que, cuando un catalanohablante interviene en medios públicos de titularidad estatal y alcance español, tenga que hablar siempre en castellano, siendo España una realidad plurilingüe? Claro que no: es pragmatismo y respeto por la audiencia; y el caso al que me refiero fue una torpeza bien pronto rectificada. Porque esta es otra característica que singulariza a nuestros falsos Dreyfus: apenas empiezan a erigirse en víctimas, sus supuestos perseguidores se acomplejan, se echan atrás y les ofrecen toda suerte de desagravios y reparaciones mucho antes de haberles enviado a la isla del Diablo. ¡Así da gusto!

Pocos días atrás, este síndrome que trato de analizar tuvo una nutrida expresión cuando 2.000 personas se manifestaron por el centro de Barcelona "contra la coacción nacionalista". ¿Qué coacción? ¿Acaso hay patrullas armadas por las calles que obligan al viandante a cantar Els Segadors, a besar con unción la senyera, a recitar de memoria el programa electoral de Esquerra Republicana? ¿Cómo puede hablarse honestamente de "coacción nacionalista" (catalana, off course) a la vista de cuáles son los discursos y los intereses hegemónicos en nuestros medios de comunicación, en nuestra producción editorial, en nuestras tribunas empresariales...? Sólo desde una perspectiva clínica es posible entender el texto de un cartel que exhibían algunos de aquellos manifestantes del 7 de octubre: "¡Atención! Yo hablo español. Denúnciame". ¿Cuándo, dónde, en virtud de qué ley ha sido o podría ser denunciado nadie en Cataluña por hablar, escribir o leer en español? A la luz de noticias recientes, resulta muchísimo más arriesgado hablar sólo catalán ante determinados jueces, ciertos cuerpos policiales y otros funcionarios públicos.

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Esta proliferación de aspirantes a Dreyfus arrastra, además, un efecto concatenado tanto o más inquietante: la inflación de aprendices de Zola. Me refiero, claro está, a la abundancia de intelectuales, verdaderos o no tanto, disponibles para erigirse en émulos del autor del J'accuse y adquirir o aumentar fama y fortuna merced a la denuncia de la imaginaria persecución lingüística en Cataluña. El fenómeno, desde luego, viene de atrás, al menos desde 1981 con el célebre Manifiesto de los 2.300, la trayectoria ulterior de cuyo máximo artífice -hoy ayatolá de las ondas- ahorra más comentarios. Pero, sin medir a todo el mundo por el mismo rasero, sin dudar de la buena fe de algunos o de muchos -de todos, es imposible-, llama la atención la simplicidad del mecanismo: se produce entre nosotros un episodio real o supuesto de agravio lingüístico siempre en la misma dirección (en la otra, los que hay no cuentan), determinados medios lo amplifican hasta transformarlo en un caso, y acto seguido, sin mayor averiguación ni prudencial espera, surge una legión de abajofirmantes prestos a denunciar la presunta injusticia. No lo digo por los Vargas Llosa o Savater, ni por los que han hecho del tema su plataforma político-personal, pero, ¿conocen los respetables editores, novelistas o docentes que firman esos manifiestos cuál es la situación lingüística real en Cataluña? No la que inventan ciertas cabeceras, sino la verdadera en las aulas, los cines, los hospitales, los quioscos o los palacios de justicia...

Claro que, ¿quién ha dicho que la realidad sea importante en esta clase de asuntos? Ya que hablábamos de Dreyfus, en la Francia de entonces los judíos representaban el 0,2 % de la población total, pero eso no impidió a los Drumont, Barrès, Daudet y compañía describir un país asfixiado, moribundo bajo la garra judía. Y millones de personas les creyeron...

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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