Columna

10 años de ópera

Todos los que no concebimos el ruido de la vida sin el contrapunto consolador de la música; nosotros, los que sucumbimos poco a poco ahogados por una ansiedad terminal si se nos priva del sonido de los dioses, los que amamos la ópera, en suma, ya no podemos imaginar esta ciudad sin esa casa controvertida y necesaria que es el Teatro Real. Esta semana cumple la criatura 10 años que, desde hoy -cuando Enrique Viana, ese rey iconoclasta del género, abra el fuego en la Plaza de Oriente con un espectáculo para todos los públicos que promete- van a celebrarse de diferentes formas.

Muchos lo h...

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Todos los que no concebimos el ruido de la vida sin el contrapunto consolador de la música; nosotros, los que sucumbimos poco a poco ahogados por una ansiedad terminal si se nos priva del sonido de los dioses, los que amamos la ópera, en suma, ya no podemos imaginar esta ciudad sin esa casa controvertida y necesaria que es el Teatro Real. Esta semana cumple la criatura 10 años que, desde hoy -cuando Enrique Viana, ese rey iconoclasta del género, abra el fuego en la Plaza de Oriente con un espectáculo para todos los públicos que promete- van a celebrarse de diferentes formas.

Muchos lo haremos con el recuerdo de las mejores y las peores noches, con esa parte de nuestra memoria emocional que se ha ido cociendo entre sus butacas, en las banquetas de los palcos y entre el resquicio de las localidades de escasa o nula visibilidad, que muchas veces son las mejores, porque más vale ahorrarse lo que hay que soportar en escena, sobre todo cuando los montajes son rancios -véase ese peazo de naftalina que fue hace nada Il trovatore- y consolarse con lo que puedes escuchar. Pero no nos conformaremos sólo con eso, sino que pondremos la mirada en el futuro ambicioso que debemos exigir a sus responsables.

El nuevo Real vino al mundo sin epidural, en lo que fue un parto bastante doloroso. El proyecto que durante años habían planeado sus primeros responsables, Elena Salgado y Stéphane Lissner, se fue al traste hundido por las pésimas artes y las enanas aspiraciones de Esperanza Aguirre y Miguel Ángel Cortés, auténticos analfabetos musicales que hundieron la dirección hacia la primera división europea que habían diseñado Salgado y Lissner y se conformaron con colocar al teatro en cuarta regional con un repuesto urgente. Apostaron por ahogar una línea abierta arriesgada con primeras figuras internacionales a cambio de un proyecto mucho más paleto y rancio, muy acorde con su concepción de los que debía ser un teatro de ópera: algo que tiene más que ver con una pasarela social que con la agitación cultural.

Aquel trauma inicial ha costado tanto a la nueva vida del Real que aún hoy trata de remontar vuelo. El niño, después, ha ido aprobando raspadito los cursos y todavía le queda un trecho para alcanzar matrículas de honor, aunque va por mucho mejor camino. Sin embargo, sus luchas políticas resultan lo menos interesante de todo. Lo que queda son los momentos que han marcado la memoria del espectador: la magia, todas aquellas cosas que han construido su identidad como teatro de ópera, los excesos, por supuesto, los delirios, la exigencia, las divisiones, el deseable escándalo en muchos casos, lo que le da vida.

Todo eso se ha experimentado en estos 10 años. Desde los apabullantes Wagners que nos inoculó Barenboim en los primeros pasos, a los estrenos de óperas nunca vistas del repertorio más contemporáneo. En nuestra vista y oídos han quedado para siempre unos cuantos Verdis, sobre todo la gran Traviata de Pier Luigi Pizzi, con aquella delirante espantada de Angela Gheorghiu el primer día de los ensayos, dicen que aterrorizada ante el potencial de la que era segunda en el reparto, Norah Amsellem.

No ha faltado un conveniente y necesario repaso a la eternidad de Mozart, la siempre estimulante presencia de las obras maestras de Richard Strauss, el acercamiento del repertorio ruso que ahora está en cartel con el Boris Godunov, de Mussorgski, concebido por Klaus Michael Grüber y Eduardo Arroyo, la ración justa de ópera francesa con dos cumbres como fueron Pelléas y Mélisande o más recientemente la maravillosa Diálogo de carmelitas, de Poulenc, con un montaje magistral de Robert Carsen. En el debe, los Puccinis no han acabado de cuajar y hemos echado de menos más belcantismo y más barroco, que llegará, parece. Pero es que 10 años, al fin y al cabo, no son nada.

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Hemos disfrutado de la presencia en escena de grandes figuras y el escalofrío que produce el descubrimiento de nuevos valores que buscan su merecida alternativa. No hubo justo hueco para los últimos años de Alfredo Kraus, toda una mancha que acabó con aquel homenaje surrealista que parecía pergeñado por sus enemigos y ante el que el público se reveló con razón, pero hemos disfrutado de algunas de las mejores noches de Plácido, del vigor de jóvenes ya consagrados como Carlos Álvarez o Juan Diego Flórez y de recitales gloriosos como el último de Cecilia Bartoli... Y lo muchos que nos queda todavía...

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