Columna

La herencia electrónica

¿Qué pasa ahora cuando una persona "se va"? Antes, la muerte de un familiar o de un amigo dejaba tras de sí un rastro de documentos y de fotografías, una serie de vestigios que se denominaba, de forma un tanto eufemística, "objetos personales". Hasta hace poco tiempo, todo ser humano dejaba al morir un naufragio de enseres que permitía configurar su retrato. Esos restos materiales dejaban testimonio de una vida concreta, eran el símbolo elocuente de sus gustos y sus aficiones, sus creencias, sus vicios y sus virtudes, su forma de ver el mundo o su forma de huir de él. La muerte de una persona ...

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¿Qué pasa ahora cuando una persona "se va"? Antes, la muerte de un familiar o de un amigo dejaba tras de sí un rastro de documentos y de fotografías, una serie de vestigios que se denominaba, de forma un tanto eufemística, "objetos personales". Hasta hace poco tiempo, todo ser humano dejaba al morir un naufragio de enseres que permitía configurar su retrato. Esos restos materiales dejaban testimonio de una vida concreta, eran el símbolo elocuente de sus gustos y sus aficiones, sus creencias, sus vicios y sus virtudes, su forma de ver el mundo o su forma de huir de él. La muerte de una persona exigía que alguien se ocupara de todas esas cosas, porque el rastro, al fin y al cabo, siempre era visible, materia tangible que imponía el traslado o el archivo. La suerte de esos vestigios, de ese patrimonio personal, solía ser la dispersión y, al final, la disolución en la negligente marea del tiempo y del espacio. Los allegados guardaban como mucho algún objeto de recuerdo. Todo lo demás se diluía. Un estadio más privilegiado de conservación, lo museístico, quedaba reservado a aquellos fallecidos que hubieran alcanzado una dimensión excepcional. Lo cual, dicho sea de paso, no significa que fueran ni mejores ni peores que los demás, sino que la colectividad les reconocía alguna relevancia pública y con ella el compromiso de perpetuar su recuerdo.

Pero en uno u otro caso, ya fuera con personas modestas o personajes públicos, el legado consistía en objetos. Era algo físico y palpable. Pues bien, en esa dimensión tan íntima la modernidad ha desencadenado un cambio radical en las costumbres: ahora, hasta el modo de permanecer tras la muerte está cambiando. La imagen más leal de cada persona ya no se halla en las gavetas de un escritorio, ni en los fondos de un armario ropero, sino en los laberintos electrónicos de una computadora. Ahora los ordenadores son depositarios de nuestra correspondencia; guardan un abanico inagotable de fotografías, minuciosamente clasificadas y fechadas; contienen melodías, películas, grabaciones, textos y curiosidades de la más variada especie.

La investigación sobre la verdadera personalidad de un ser humano no pasaría hoy por el examen de sus declaraciones públicas o de sus objetos privados; indagar en su identidad nos llevaría a bucear en un ordenador personal. Siquiera sea por esta razón, el adjetivo "personal" con que solemos acompañar al sustantivo que nombra estos aparatos cobra nuevo sentido, porque ennoblece la máquina y la hace más respetable. Realmente, nada hay más "personal" que un ordenador: nuestra verdadera identidad se retrata en sus fondos pelágicos, en sus sedimentos más profundos. Todo esto va a cambiar los hábitos de estudio de muchas disciplinas: la crítica literaria, la biografía histórica, la archivística van a pasar del manejo de papeles a la indagación informática. Muchos ratones de biblioteca se están convirtiendo ya en exploradores de unidades de disco.

Antes, las personas, al morir, dejaban tras de sí un caos de objetos depositados en cajones y armarios. Ahora dejamos, sobre todo, una verdadera herencia electrónica, más amplia, rica y compleja, pero en una sola cosa este nuevo testimonio de nuestro paso por la vida no ha cambiado: es una herencia tan frágil e inestable, si no más, que la anterior. Antes, el legado material de una persona se disolvía tras su fallecimiento en unos cuantos meses con la liquidación de una casa o con la sumaria limpieza de la habitación en que vivía. Ahora, la herencia informática es aún más delicada y su desaparición, en consecuencia, más sencilla: bastaría con la eliminación de todos los archivos de una unidad de memoria. Al menos antes los papeles, las viejas fotografías, tenían una mínima vocación de permanencia. Ahora, al contrario, la herencia electrónica se ha vuelto tan frágil y quebradiza como la vida de aquel que la compuso a lo largo de los años. No es mal símbolo de la contingencia de nuestra vida que acabe reducida a la unidad c de un ordenador personal. Y la fragilidad de ese legado es semejante a la fragilidad de la misma existencia: puede evaporarse para siempre con solo pulsar una tecla.

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