Crítica:

Voz de urgencia

Es en las primeras (o en las peores) películas de un cineasta donde el espectador puede encontrar un tesoro que las piezas mayores suelen escatimar: una desnudez de coartadas, manierismos y poses que proyecta una luz reveladora sobre el conjunto de la obra, delatando debilidades y, sobre todo, desvelando estructuras profundas. Descubrir Mala noche, la mitificada ópera prima de Gus van Sant, 22 años después de su realización, cuando su director ya ha tenido tiempo de ejercer de avanzadilla del indie, vender su alma al diablo y renacer como autor de referencia, es, por tanto...

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Es en las primeras (o en las peores) películas de un cineasta donde el espectador puede encontrar un tesoro que las piezas mayores suelen escatimar: una desnudez de coartadas, manierismos y poses que proyecta una luz reveladora sobre el conjunto de la obra, delatando debilidades y, sobre todo, desvelando estructuras profundas. Descubrir Mala noche, la mitificada ópera prima de Gus van Sant, 22 años después de su realización, cuando su director ya ha tenido tiempo de ejercer de avanzadilla del indie, vender su alma al diablo y renacer como autor de referencia, es, por tanto, un regalo que nadie debería rechazar. De todos modos, la lectura en presente de Mala noche también puede ser algo injusta: hoy ya no podemos verla como promesa, sino como código en el que podrían estar escritos los hallazgos y las insuficiencias del futuro discurso del director y eso no entraba en la agenda de una obra que se diría ejecutada en estado de urgencia.

MALA NOCHE

Dirección: Gus Van Sant. Intérpretes: Tim Streeter, Doug Cooeyate, Ray Monge, Nyla McCarthy. Género: drama. Estados Unidos, 1985. Duración: 78 minutos.

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Condescendencia

Rodada con un presupuesto que rondaba los 20.000 dólares y un equipo de cuatro personas, Mala noche, junto a las primeras películas de Spike Lee y Jim Jarmusch, dio, a mediados de los ochenta, la señal de alerta de que algo se estaba agitando en el cine norteamericano. Más tarde se popularizaría el término indie y, poco después, la industria decidiría reciclarlo como etiqueta. Mala noche es, por tanto, el estado salvaje de una fuerza que acabaría siendo domesticada: con todo, a pesar de la franqueza con que se muestra una historia de atracción homosexual, su pulso no resulta transgresor. No hay un Genet vocacional, ni siquiera un embrión de Fassbinder tras las imágenes: si acaso, la posible declinación de un Paul Morrissey; es decir, alguien que gusta de contemplar los toros de la marginalidad desde la barrera, porque su mirada está intoxicada de paternalismo, condescendencia y una lujuria culpable. Mala noche revela que en la posterior carrera del cineasta no ha habido nada gratuito: ni siquiera cuando en su película más compleja, Mi Idaho privado (1991), jugó al diálogo intertextual con Campanadas a medianoche (1965), de Orson Welles, o cuando, en su experimento más discutible, calcó Psicosis (1961), de Alfred Hitchcock. Gus van Sant sueña con ser Falstaff, pero mira como Norman Bates, espiando a través de una grieta en la pared mientras fantasea con disecar cadáveres.

Basada en una novela autobiográfica de Walt Curtis, Mala noche documenta la fascinación de un dependiente por dos adolescentes mexicanos con querencia por las malas calles. Las condiciones de producción propician un inspirado estilo visual fragmentario -en el que podrían latir los ecos de un Nicholas Ray-, pero la verbosidad del protagonista arrastra el conjunto hacia lo irritante.

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