LA COLUMNA | NACIONAL

Una relación enfermiza

LAS VISITAS a La Moncloa se guían por un protocolo que exige al presidente del Gobierno esperar a su visitante en una posición que depende de la temperatura de su relación: cuanto más elevada, más escalones desciende el presidente para la primera foto del apretón de manos; cuanto más fría, más alto permanece, mientras su huésped emprende en solitario el camino hacia arriba. Al terminar, si el rango del huésped es inferior al de su anfitrión, no hay atriles en la puerta y el visitante retorna a su soledad en una rueda de prensa para decir aproximadamente nada, mientras el presidente delega en p...

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LAS VISITAS a La Moncloa se guían por un protocolo que exige al presidente del Gobierno esperar a su visitante en una posición que depende de la temperatura de su relación: cuanto más elevada, más escalones desciende el presidente para la primera foto del apretón de manos; cuanto más fría, más alto permanece, mientras su huésped emprende en solitario el camino hacia arriba. Al terminar, si el rango del huésped es inferior al de su anfitrión, no hay atriles en la puerta y el visitante retorna a su soledad en una rueda de prensa para decir aproximadamente nada, mientras el presidente delega en persona que no ha asistido a la reunión y que desconoce lo ocurrido en su transcurso. En resumen, que la prosopopeya desplegada conduce a la frustración del público: a saber de qué habrán hablado.

Quizá porque en las entrevistas con el líder de la oposición se aplican todas las medidas destinadas a marcar las diferencias, quizá porque no tenían nada de sustancia que decirse, lo cierto es que esta vez el protocolo habitual ha subrayado, por si falta hacía, lo enfermizo de una relación. En esta ocasión, la temperatura era gélida y el presidente esperó en el umbral del palacete: ni siquiera puso un pie, flexionando la otra pierna, en el último escalón, como a veces se hace, en señal de discreta acogida. Todo muy arriba, en la puerta. Luego se dirían lo que se tuvieran que decir, y al cabo de hora y media daban por alcanzado el objetivo que les había empujado a reunirse: que nadie pudiera decir, después del comunicado de ETA, que la unidad de los demócratas estaba hecha añicos por culpa de uno de ellos.

Fue, en efecto, una reunión a la defensiva, un movimiento táctico para tomarse un tiempo con vistas a alguna operación de mayor envergadura. Por eso, el presidente se había cuidado tres días antes de afirmar que no esperaba nada de ella, lo que equivalía a decir que no sabía por qué ni para qué la había convocado, y por eso el líder de la oposición, después de celebrada, no dudó en acudir a la cadena episcopal, la que más le ha zaherido con degradantes insultos, para remachar que él sigue donde estaba. Sin duda, algo hay que conceder a la audiencia y, mientras se preparan estrategias, no pasa nada con rebajar el nivel verbal del agrio enfrentamiento que define la relación Zapatero-Rajoy.

A propósito, ¿de qué? Ahí radica una de las claves de su estropeada relación: cada cual, con su mejor lengua de madera, se refiere a cosas distintas cuando parecen estar hablando de la misma cuestión. Hasta ahora, el presidente definía su política como "proceso de paz", mientras la oposición invocaba el "pacto antiterrorista". El Gobierno perdía de vista, al denominar así su política, que enfrente no tenía a unos prejubilados ansiosos de gozar en sus últimos años de las delicias del poder. La oposición, a su vez, no se percataba de que su clamor por aquel pacto, en un largo periodo en que los terroristas habían desistido de matar, les encerraba en una especie de campana neumática donde sólo podían escuchar el eco de sus palabras.

Mejor sería reconocer, aunque sea con la boca chica, que ni proceso ni pacto han resultado: no el proceso, por más que el presidente repita que se siente "muy orgulloso de cómo lo ha hecho"; tampoco el pacto, que fue un acuerdo entre dos partidos de ámbito estatal que a estas alturas está, más que muerto, enterrado. Si los líderes de los partidos del Gobierno y de la oposición se aplicaran una cura de adelgazamiento del mutuo rencor que los consume, podrían renunciar tanto al proceso como al pacto para poner en marcha una nueva política en la que entre una bocanada de aire fresco que rompa esta neurótica relación a dos.

El aire fresco requiere abrir ventanas a nuevos protagonistas. Como las elecciones de 2001 pusieron de manifiesto, en Euskadi nada puede consolidarse contra el PNV. Hoy, el lenguaje directo y la actitud firme del presidente del PNV ofrece una oportunidad para un nuevo comienzo en el que se impliquen, con los dos partidos de ámbito estatal, los nacionalistas vascos y, de rechazo, los catalanes, además de las izquierdas unidas que andan por ahí desperdigadas.

Hoy existe la oportunidad de alcanzar un acuerdo activo de todos los partidos frente a ETA. Mal empezaríamos si el presidente se empeña en proclamar lo bien que lo ha hecho hasta ahora y el líder de la oposición responde que hay que volver al pasado.

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