Columna

ETA en absoluto

Decir sobre ETA es redecir, volver a lo ya dicho; pensar lo ya pensado. Caminar sobre las huellas exactas de la misma indignación, de una rabia idéntica, de un temor perfectamente reconocible (el eterno compañero de toda nuestra vida, que se dice pronto pero son decenios), de una desolación clonada. Imaginar la vuelta de ETA es re-inventariar la inmensidad de las desgracias; la infinidad de frustraciones y de inhibiciones; la descomunal pérdida para todos nosotros. ¿Qué hubiera sido de nuestro pensamiento, de nuestra creatividad, de nuestra felicidad, sin los encapuchados? ¿Con qué alas hubier...

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Decir sobre ETA es redecir, volver a lo ya dicho; pensar lo ya pensado. Caminar sobre las huellas exactas de la misma indignación, de una rabia idéntica, de un temor perfectamente reconocible (el eterno compañero de toda nuestra vida, que se dice pronto pero son decenios), de una desolación clonada. Imaginar la vuelta de ETA es re-inventariar la inmensidad de las desgracias; la infinidad de frustraciones y de inhibiciones; la descomunal pérdida para todos nosotros. ¿Qué hubiera sido de nuestro pensamiento, de nuestra creatividad, de nuestra felicidad, sin los encapuchados? ¿Con qué alas hubieran volado nuestras palabras, hacia qué paisajes, si no hubieran tenido que referirse a ellos tantas veces? Tantas veces y ahora otra vez. Otra vez la alerta y la desesperanza. Y la sensación de estar viviendo en Euskadi dentro de una caja, con una tapa pintada de azul o de gris con todas las nubes y detalles, una tapa pintada que parece pero no es el cielo. Otra vez.

Cuando ETA anunció su tregua yo también pensé que permanente iba a significar irreversible. No tanto por la propia decisión de los terroristas como por la voluntad de los demás, por la determinación de la sociedad en su contra. Pensé que ETA se acababa porque se ahogaba, porque todo -las acciones policiales y judiciales, el clima internacional de tolerancia cero frente al terrorismo-, y sobre todo el deseo de la sociedad de oponerse a la violencia y de recuperar la libertad, habían dejado a la banda terrorista sin sitio y sin aire. Y ahora sólo encuentro consuelo (o aliento mental, que ya no los distingo) en lo mismo: en la convicción de que además de lo demás -de las acciones policiales y judiciales, los consensos políticos, la colaboración internacional- será la rebeldía social contra quienes pretenden doblegarnos, limitar nuestra libertad, rebajar nuestros derechos; será nuestro rechazo claro y rotundo de la violencia y el totalitarismo de ETA lo que deje a la banda terrorista sin aire, lo que la expulse definitivamente de nuestros dominios ciudadanos. Un claro y rotundo "ETA no, en absoluto".

Abrumada por la noticia es muy posible que sea incapaz de distinguir entre el aliento activo y el simple consuelo; o entre los pensamientos vivos y los supervividos (los que tienes instintivamente, como seguirías nadando en un naufragio, para no hundirte). Pero la claridad y los absolutos no tienen perdida, y me parece evidente que en Euskadi necesitan una puesta al día que acabe con los enfoques relativistas o confusionistas de la violencia y sus afluentes; una actualización que remedie de una vez por todas las ambigüedades, polivalencias, rodeos, y/o distorsiones del sentido con que, tan a menudo, se ha abordado aquí el Asunto. Entiendo que cada ambigüedad, cada torcedura del significado cabal de los conceptos, cada silencio, omisión o imprecisión es un resquicio por donde se cuela la intolerancia; es aire donde toman respiro los violentos, materia con la que modelan sus discursos y sus actos infames.

Me refiero, por ejemplo, al relativismo de la omnipresencia público-mediática de formaciones que están ilegalizadas por no condenar la violencia, esto es, por no respetar las más elementales reglas del juego democrático (que luego exprimen cuando les conviene); al de las fiestas de todos colonizadas por sus mensajes; al de los homenajes a terroristas tolerados o amparados institucionalmente; y las paredes marcadas de amenazas y de signos de intolerancia y coacción que no se borran. Al relativismo que en el Plan de Educación para la Paz reduce a las víctimas del terrorismo a la remota categoría de contexto. O al que convierte el arameo en lengua-base de tanto discurso público: la manipulación verbal en la que todo cabe o nada se acaba de aclarar; donde no se distingue radical, meridianamente entre los hunos y los otros; o entre las expresiones de sana discrepancia política y las de enfermizo descrédito de las instituciones democráticas. Entiendo que esos relativismos son resquicio y aire para lo que de nuevo tenemos que enfrentar de la manera más clara y absoluta.

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