EN SEGUNDO PLANO | Juicio por el mayor atentado en España | 11-M

Curso acelerado de psicología cotidiana

El jueves pasado, un grupo de niños visitó la sede de la Audiencia Nacional en la calle de Génova. No eran niños cualesquiera. Se trataba de hijos o hermanos de quienes murieron en los trenes el 11 de marzo. El juez Javier Gómez Bermúdez se encargó de recibirles.

Impecablemente vestido de magistrado, les explicó el funcionamiento de un tribunal, de un juicio o de una sala de vistas. Respondió -o intentó responder- a las preguntas que los chicos le expusieron. Alguna, por cierto, algo extraña: "¿Cuánto cuesta este edificio?".

Hubo risas, bromas, una niña que casi se queda con la p...

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El jueves pasado, un grupo de niños visitó la sede de la Audiencia Nacional en la calle de Génova. No eran niños cualesquiera. Se trataba de hijos o hermanos de quienes murieron en los trenes el 11 de marzo. El juez Javier Gómez Bermúdez se encargó de recibirles.

Impecablemente vestido de magistrado, les explicó el funcionamiento de un tribunal, de un juicio o de una sala de vistas. Respondió -o intentó responder- a las preguntas que los chicos le expusieron. Alguna, por cierto, algo extraña: "¿Cuánto cuesta este edificio?".

Hubo risas, bromas, una niña que casi se queda con la placa de policía del jefe de seguridad...

Y, sin embargo, la idea de la visita respondía a un propósito muy serio y muy adulto: los psicólogos de la Asociación 11-M Afectados de Terrorismo, que organizaron la visita, pensaron que era una forma de que estos niños que han perdido a sus hermanos o padres de una manera tan injusta confíen en la justicia y la vean y la acepten como algo suyo.

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Por eso, más que una lección de derecho, fue una clase de psicología cotidiana. Y a juzgar por las caras y las sonrisas del pelotón ruidoso de chicos al salir, resultó una buena idea.

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Espeluznante

En el juicio, ayer, se dio otra clase de psicología tan real como la anterior, aunque mucho más espeluznante.

Un grupo de médicos y de psiquiatras dictaminaron si José Emilio Suárez Trashorras, el ex minero acusado de vender la dinamita, era consciente de lo que hacía.

Éste escucha inmóvil y pálido. Su ex mujer, Carmen Toro, en libertad condicional, obligada por ley a comparecer todos los días en el juicio, también oye a los especialistas hablar de la aparente esquizofrenia de su ex marido.

La escena es propia de un guionista de culebrones truculentos: los dos a un metro de distancia, separados por el cristal blindado: él dentro, oyendo que padece trastornos esquizoides y que toma muchas pastillas; ella fuera, sin mirarle, sin dedicarle un gesto. Ya declaró que no sabía nada de la dinamita, que precisamente se separó de él al enterarse. En eso basa parte de su defensa.

Los psiquiatras se van, se hace un descanso, los encarcelados hablan entre ellos. Suárez Trashorras permanece aislado, mirando obsesivamente hacia adelante, sin dirigirse a nadie, solo dentro de una pecera transparente al lado de 28 personas.

En esto Carmen llega de tomar un café de la máquina y pasa al lado. Y gira la cabeza. Y le sonríe.

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