Columna

El entierro del 68

Sarkozy quiere enterrar Mayo del 68. Se supone que lo que el flamante nuevo presidente de la República Francesa pretende no es borrar una fecha del calendario, sino acabar con lo que considera la herencia del cambio cultural que se produjo en buena parte del mundo -y no sólo en Francia- en la segunda parte de la década de los sesenta, y que acabó simbolizándose en los acontecimientos de aquella primavera. Pero ¿cuál es realmente esa herencia? ¿Qué es lo que pretende enterrar Sarkozy?

La paternidad de Mayo del 68 tiene muchos pretendientes, y las transformaciones sociales y culturales as...

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Sarkozy quiere enterrar Mayo del 68. Se supone que lo que el flamante nuevo presidente de la República Francesa pretende no es borrar una fecha del calendario, sino acabar con lo que considera la herencia del cambio cultural que se produjo en buena parte del mundo -y no sólo en Francia- en la segunda parte de la década de los sesenta, y que acabó simbolizándose en los acontecimientos de aquella primavera. Pero ¿cuál es realmente esa herencia? ¿Qué es lo que pretende enterrar Sarkozy?

La paternidad de Mayo del 68 tiene muchos pretendientes, y las transformaciones sociales y culturales asociadas a esa mágica fecha han sido interpretadas de muy diversas maneras. Parece evidente que, para Sarkozy, lo ocurrido en aquellos años no fue otra cosa que la destrucción de valores esenciales para la sociedad francesa, especialmente la cultura del trabajo, el respeto a las normas y el orgullo nacional. En consecuencia, la identidad nacional, la autoridad y el esfuerzo personal han sido presentados como elementos clave de su proyecto regeneracionista, dirigido a una sociedad supuestamente desorientada y en crisis. Se trataría de apostar por la Francia de los que madrugan y defienden el orden y las buenas costumbres, frente a los vagos que pretenden vivir del cuento, amparándose en el Estado benefactor.

No parece muy certero interpretar aquel cambio con la negación del esfuerzo personal

Creo que Sarkozy, inconsciente o malintencionadamente, se equivoca en el diagnóstico. El cambio cultural simbolizado por Mayo del 68 representó sin duda el cuestionamiento de un autoritarismo carente de autoridad intelectual y de la sumisión a una moral hipócrita y represiva. Sin embargo, no parece muy riguroso confundir dicho cambio con pasividad, comodidad o búsqueda a toda costa del amparo estatal. Por el contrario, aquellos fueron los años en los que muchos jóvenes se atrevieron a salir de casa y a romper con un mundo de seguridades y certezas, a la vez que denunciaban el conformismo y la resignación.

Tampoco parece muy certero interpretar aquel cambio con la negación del esfuerzo personal. La asunción de responsabilidades frente a la protección familiar, la defensa del compromiso social, de la aportación de lo mejor de cada cual a un proyecto colectivo, de la emancipación frente a las rígidas normas establecidas -todas ellas señas de identidad de aquellos años-, poco tienen que ver con la pretendida renuncia al esfuerzo personal. Otra cosa bien distinta es la defensa de éste último como instrumento para competir frente al resto, para luchar contra los demás, en un peligroso juego de selección de los supuestamente mejores, mientras otros muchos quedan en la cuneta. En este sentido, algunas de las resistencias al cambio que se observan en la sociedad francesa bien podrían interpretarse más como reflejo del miedo que provoca la ferocidad del capitalismo actual y la ausencia de un proyecto colectivo, que como abdicación de las propias obligaciones.

Con todo, es muy posible que, paradójicamente, el llamado Mayo del 68 representara también -a pesar de sus protagonistas-, un paso en el desmantelamiento de algunos muros de contención que dificultaban el avance del capitalismo más individualista. Porque, junto al autoritarismo dominante, el movimiento social puesto en marcha en aquellos años se llevó también por delante antiguas barreras religiosas y culturales que actuaban de freno ante la exaltación de la riqueza, el éxito fácil o la fama inmerecida. La defensa de la libertad a ultranza, del "prohibido prohibir", de la espontaneidad vital frente a la contención impuesta por las costumbres -referencias también de aquellos años- pudieron facilitar, tal vez, el eclipse de algunos valores socialmente importantes, preparando el terreno al hedonismo consumista y al desembarco de un capitalismo sin normas, incompatible con la justicia social y con los derechos humanos. Pero este último modelo, puesto a prueba ya al otro lado del Atlántico, es también, en parte, el que defiende el propio Sarkozy.

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De ahí que sea pertinente interrogarse sobre el sentido real del réquiem propuesto por el nuevo presidente francés, y sobre la verdadera identidad del muerto que pretende enterrar.

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