Columna

Escupir

El otro día en un restaurante del barrio donostiarra de Aiete me topé con un cuadro encantador. Representaba a un anciano cazador, cuya fisonomía e indumentaria tenían algo de quijotesco, saliendo con su perro de una tasca o bar. La pintura lo situaba ya muy cerca de la puerta, a punto de cruzar el umbral. Por las ventanas entraba una claridad como de mediodía y un rayo de sol hacía brillar en el suelo, a la izquierda de la imagen, un objeto de latón, redondo y plano, con una abertura circular en el centro. Me pareció una escupidera, que se correspondía con el ambiente de otro tiempo de...

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El otro día en un restaurante del barrio donostiarra de Aiete me topé con un cuadro encantador. Representaba a un anciano cazador, cuya fisonomía e indumentaria tenían algo de quijotesco, saliendo con su perro de una tasca o bar. La pintura lo situaba ya muy cerca de la puerta, a punto de cruzar el umbral. Por las ventanas entraba una claridad como de mediodía y un rayo de sol hacía brillar en el suelo, a la izquierda de la imagen, un objeto de latón, redondo y plano, con una abertura circular en el centro. Me pareció una escupidera, que se correspondía con el ambiente de otro tiempo del cuadro. Porque lo primero que se me ocurre pensar de las escupideras es eso: que son cosas del pasado; objetos para habitar las tiendas de brocante, la memoria o la ficción antigua: las estampas de época o las clásicas películas de vaqueros. (O limitar su actualidad a usos tan especializados o restringidos como la medicina o la cata de vinos).

Imaginar que las escupideras puedan ser mobiliario de la modernidad la verdad es que me da un poco de grima y, sin embargo, llevo bastante tiempo advirtiendo que se escupe cada vez más por la calle. Y no me refiero a escupir chicles viejos o cáscaras de pipas (que también) sino a los salivazos de toda la vida; a los clásicos lapos, palabra ésta que sólo de escribir me produce como un escalofrío y que creía irreversiblemente confinada en los territorios de la ficción o de la memoria infantil. Pero no, porque sales a la calle y, cada vez con mayor frecuencia, te los encuentras haciéndose en directo o diferidamente por el suelo. Escupir me parece lo último y por ello la prueba más rotunda de cómo o cuánto se están relajando o degradando algunas reglas de trato social y/o de uso de los espacios comunes.

Pero hay otras señales también muy elocuentes. He visto, por ejemplo, que en los trenes de cercanías, al lado de los cartelitos de plástico con el signo del cigarrillo tachado, han puesto otros en los que se prohíbe poner los pies en el asiento delantero. Si se han tomado la molestia y el gasto de hacer enseñas específicas es porque el fenómeno de pisar el tapizado donde otros se sientan ha adquirido proporciones considerables. Igual que los vestigios del botellón. Se van multiplicando, y con razón, los análisis sociológicos de esa práctica de ocio juvenil. Yo los leo y los encuentro mayormente interesantes; e incluso me maravillo de la cantidad de dinámicas relacionales y de significaciones sociales que los expertos revelan en su interior, la carga de definición y pertenencia que le atribuyen. Pero confieso que casi siempre echo de menos lo mismo, que el análisis sociológico se centre básicamente en el antes o durante del botellón, descuidando el después: la dinámica social o el retrato convivencial que traduce el hecho de que esos jóvenes, una vez concluida la fiesta, se vayan a sus casas dejando el suelo perdido de plásticos y botellas vacías, y sus humores perfumando, aquí y allá, árboles, paredes o fachadas. Echo de menos un análisis más en profundidad -como una especie de arqueología moderna- de esos restos.

Y de por qué la educación en general y la buena en particular están en horas tan bajas, tan de capa caída. Y por qué hay aún quien considera la cortesía un vestigio cursi o repelente; o peor, el patrimonio de no se sabe qué ideología represora o retrógrada; en lugar de verla como lo que es: el reflejo más espontáneo del respeto por los demás, la expresión más transparente del espíritu cívico, esto es, la codificación más básica de la democracia. Por qué esa desertización de modales mientras a la descortesía, el mal gusto o la zafiedad les va de miedo, están tan que se salen, que se venden. Con una pública y cercana ilustración concluyo. Precisamente para vendernos la televisión digital terrestre ("nuestros nuevos poderes") la ETB ha elegido un anuncio en el que un hombre rescata a un amigo de la tumba y se lo lleva a un bar para una partida de mus. Antes de sentarse a la mesa, el individuo en cuestión entra al servicio y al salir procede, delante de las cámaras-pantallas (¿atónitas?) de todos los vascos y vascas, a atarse la bragueta (sic), tan ufano.

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