Columna

De cartón piedra

Así como a la humanidad, anunciado está, le llegará el día del juicio final, a Bilbao le tenía que alcanzar en un día de estos -lástima que tan cerca de las elecciones municipales- el gran colapso circulatorio. Los políticos de la oposición, con un cierto aire dramático, parafraseando la arenga de los generales aliados en el Día D del desembarco de Normandía ("acordaros de Dunkerque"), gritarán al electorado acordaros del gran embotellamiento del 19 de abril. La ciudad casi paralizada durante toda la mañana porque una pasarela sobre la A-8 en Basurto que huele a promesa electoral recordada a ú...

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Así como a la humanidad, anunciado está, le llegará el día del juicio final, a Bilbao le tenía que alcanzar en un día de estos -lástima que tan cerca de las elecciones municipales- el gran colapso circulatorio. Los políticos de la oposición, con un cierto aire dramático, parafraseando la arenga de los generales aliados en el Día D del desembarco de Normandía ("acordaros de Dunkerque"), gritarán al electorado acordaros del gran embotellamiento del 19 de abril. La ciudad casi paralizada durante toda la mañana porque una pasarela sobre la A-8 en Basurto que huele a promesa electoral recordada a última hora, y construida con toda celeridad, acabó bloqueando la muy utilizada arteria. Y se armó una gorda. Nadie llegó ni mucho menos a su hora al trabajo, más bien con una media de tres horas de retraso, y los camioneros lo pasaron aún peor.

Y es que a una ya sobrecargada circunvalación de Bilbao, que es a su vez parte fundamental de la autovía del Cantábrico, se le une la carencia de una trama urbana de carreteras que conecten los diferentes núcleos urbanos de la comarca. Ante cualquier incidencia, por pequeña que sea (y esta no lo fue), todo el sistema de comunicación salta y se bloquea. Para colmo, no parecía existir un plan alternativo preparado, y prueba de ello fue el embotellamiento que se produjo en las puertas del mismo Ayuntamiento, sin que se viera por allí guardia alguno a la hora punta de las ocho y media de la mañana.

La gente es buena, muy buena, y, aunque en general desconfiemos de la política, confiamos mucho más en las personas y en la moral de las personas que en las instituciones. Craso error. Lo anglosajones y nuestros vecinos franceses confían mucho más en las instituciones que en las personas, tristes juguetes del destino en cuanto el poder les tienta con la corrupción o, algo peor, con la suficiencia. Confiamos demasiado en las personas y no es para tanto; luego nos fallan, pese a su impecable currículum, con chapuzas como la de la pasarela de Basurto. Y fallan, entre otras razones, porque no existe desde la institución municipal técnico alguno dispuesto a enfrentarse al político y a su partido, y decirle que es arriesgado construir una pasarela con esa precipitación.

En este país (iba a decir España), no creemos en las instituciones y sí en las personas, y así nos va, cuando son las segundas las que deben limitar a los políticos e impedir sus caprichos. No habrá al final responsabilidad política por este hecho, pero al menos debiera de existir la de aquellos funcionarios que trabajan en las instituciones implicadas y que han permitido que esto pasara. Para reforzar las instituciones, los franceses procesan mucho antes a los funcionarios que a los políticos.

Ese mismo día del colapso, con dos horas de retraso, acabamos un amigo y yo alcanzando la autovía para salir rumbo a una ciudad castellana. Llegados a la hora de cenar, fuimos atraídos por una taberna que reunía todos los tópicos de las antiguas tascas de mi niñez: jamones colgando, barricas de vino y cerveza, paredes con azulejos de toda la vida, pizarras con los nombres y precios a tiza de las raciones más veteranas de nuestro tapeo. Un monumento a la nostalgia y al apetito para dos carrozas comilones. Pero el encanto se fue difuminado. La camarera que nos dirige a la mesa es china y otras que están acabando de cenar en una esquina también lo son. Te fijas bien, y los camareros de la barra todos son chinos, al igual que el cocinero. Uno que nunca ha sido racista, faltaría más, y decide, pese a su mosqueo, quedarse allí, evitando que los asiáticos se sientan insultados por una retirada precipitada. Al final descubrimos en el mantel que aquella taberna, digna de una escena de casticismo hispánico, era de una franquicia constituida en la no lejana fecha de 1999. Nos habíamos fiado de las apariencias, cuando eran de cartón piedra.

Así pues, cuando se encuentre solo con su conciencia y una papeleta para votar, no se fíe de las apariencias. Recuerde las faenas que le han hecho en estos cuatro años, pero evite caer en la venganza, sopéselo mediante la racionalidad y no el sentimiento, incluso sea más constructivo que los candidatos que se presentan. Y piense, sobre todo, en quién ha contado menos patrañas. No vaya a votar a un candidato que es irreal, más bien una franquicia de cartón piedra.

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