LOS DIARIOS DE IONESCO

Pedazos sueltos y soñados

¿Cuándo me di cuenta por primera vez de que el tiempo "pasaba"? A los cuatro o cinco años me di cuenta de que me haría cada vez más viejo, de que me moriría. Hacia los siete u ocho años me decía que mi madre iba a morir un día y me trastornaba ese pensamiento. Sabía que ella iba a morir antes que yo. Aquello se me presentaba como una interrupción definitiva del presente, porque todo era presente. Un día, una hora, me parecían largos, sin límite. No veía su final... Intento, desde entonces, todos los días, asirme a algo estable, intento desesperadamente volver a encontrar un presente, instalarl...

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¿Cuándo me di cuenta por primera vez de que el tiempo "pasaba"? A los cuatro o cinco años me di cuenta de que me haría cada vez más viejo, de que me moriría. Hacia los siete u ocho años me decía que mi madre iba a morir un día y me trastornaba ese pensamiento. Sabía que ella iba a morir antes que yo. Aquello se me presentaba como una interrupción definitiva del presente, porque todo era presente. Un día, una hora, me parecían largos, sin límite. No veía su final... Intento, desde entonces, todos los días, asirme a algo estable, intento desesperadamente volver a encontrar un presente, instalarlo, ampliarlo.

Hace ya bastante tiempo que he nacido. Hace, a la vez, mucho tiempo y muy poco tiempo. Todavía no he llegado a comprender lo que me ha pasado. Me queda muy poco tiempo para comprender lo que todavía no he comprendido y no pienso que pueda lograrlo. Tampoco he llegado a admitir la existencia y a admitirme a mí mismo... Las satisfacciones que he buscado para colmar una vida, un vacío, una nostalgia, pocas veces han conseguido enmascarar el malestar existencial. No he sido verdaderamente feliz más que borracho, pero el alcohol mata la memoria y sólo he conservado recuerdos brumosos de mis euforias.

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En cuanto llega la noche me invade el pánico. Llega a mis espaldas, o más bien me hundo en ella. Un océano negro en el que me ahogo. Deseo la soledad pero no puedo soportarla. Pienso en ellas dos, siento miedo por ellas. Miedo a morir, a no volverlas a ver nunca más. Necesito el alcohol. Basta un vaso para que desaparezca el miedo. En la seguridad surge la agresividad, se extiende. El aburrimiento también se expande en la seguridad, pero cuando estoy furioso todo va mejor todavía.

Toda la habitación, de repente, se inunda de luz. La vieja alfombra es hermosa, de repente, bajo la luz dorada. Los muebles rejuvenecen. El sol brilla sobre el castillo, los árboles, el río y el puente del gastado tapiz que cuelga en la pared. Metamorfosis del mundo. La luz me penetra. Estoy, al mismo tiempo, enraizado en mí mismo y separado de mí mismo, actor y espectador. Me veo existir a la luz de este mes de junio. Somos muy pobres, querida, le he dicho, pero nada, en este momento, vale nada al lado de esta irradiación del Ser. Esta luz es nuestro pan y nuestro vino.

Yo estaba sentado en el suelo, cerca de la puerta. Tenía cuatro años. Mi madre pasea, nerviosa, de la cama a la ventana. Es muy desdichada. Él le grita, desde la cama. Debe de ser muy duro lo que le dice, porque estalla en sollozos. De repente se dirige rápidamente hacia el tocador, toma el vasito de plata que le habían regalado, para mí, el día de mi bautizo. Vierte en él un frasco entero de tintura de yodo que se desborda, como lágrimas, como sangre, y mancha la plata. Se lleva el vasito a la boca. Él se ha levantado ya, a grandes zancadas, y detiene la mano de mi madre. El vasito, que todavía conservo, está lleno de manchas indelebles. Es probable que mi madre no tuviese la intención de envenenarse; sabía que él iba a impedírselo. Sin embargo, esa escena se ha grabado en mí, y el horror que me produjo en su momento nunca ha podido ser tranquilizado por la razón. Si soy como soy y no de otra manera, todo lo debo a este hecho inicial, o mucho. Determinó en mí un sentimiento de desgracia: la seguridad de que no podemos ser felices. Todavía veo a mi madre, despeinada, la cara contraída; oigo todavía sus sollozos.

Mi padre ya no podrá leer estas páginas. Yo escribí sobre él, y publiqué, otras muy crueles. Quizás no tuviera razón. Nunca se sabe, entre un hombre y una mujer, quién es el juguete del otro. Muchas veces la víctima aparente es más fuerte que el aparente verdugo.

Eugène Ionesco visto por Tullio Pericoli.

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