Columna

A banderazo limpio

El mundo de la política es bastante singular. Lo mismo puede servir para encauzar problemas existentes en el seno de la sociedad y encontrar soluciones a los mismos, que para crearlos allá donde no los hay o apenas tienen significación. En ocasiones, sirve también como magnífico decorado para despistar al personal y así obtener ventajas particulares apelando al interés general, o a los sentimientos colectivos. Cuando esto último sucede, uno de los símbolos que nunca suelen faltar en la escena son las banderas. Se puede cambiar el marco, sustituyendo la tribuna del Parlamento por el baño de mul...

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El mundo de la política es bastante singular. Lo mismo puede servir para encauzar problemas existentes en el seno de la sociedad y encontrar soluciones a los mismos, que para crearlos allá donde no los hay o apenas tienen significación. En ocasiones, sirve también como magnífico decorado para despistar al personal y así obtener ventajas particulares apelando al interés general, o a los sentimientos colectivos. Cuando esto último sucede, uno de los símbolos que nunca suelen faltar en la escena son las banderas. Se puede cambiar el marco, sustituyendo la tribuna del Parlamento por el baño de multitudes en la calle; o el atuendo, alternando la seriedad del traje y la corbata de diario con la informalidad de los vaqueros y la cazadora durante los fines de semana; o incluso el lenguaje, según lo aconseje el interlocutor o la potencial repercusión mediática de las palabras. Sin embargo, hay algo que tarde o temprano, de manera aparentemente inevitable, siempre acaba apareciendo en escena: las banderas.

Para algunos, los nacionalistas -sean éstos vascos, españoles o de Kazajstán-, se trata de un elemento central en cualquier representación. No hay trama ni argumento que pueda evitar su presencia. Durante períodos más o menos largos, las banderas pueden llegar a confundirse con otros elementos del decorado. Pero, de cuando en cuando, su presencia se convierte en el núcleo central del guión. Como si se tratara del Tenorio, cuya representación se repite año tras año en torno al Día de Difuntos, también las banderas son, cada cierto tiempo, sacadas masivamente del armario y ondeadas al viento, coincidiendo por lo general con determinadas marcas del calendario: las elecciones. Y, así, de pronto, como sucede con los hooligans en los campos de fútbol, señores y señoras que parecían bastante recatados, fruncen el ceño, muestran sentirse indignados, y la emprenden a banderazos contra el resto.

Un ejemplo de la súbita e imperiosa necesidad de ondear banderas al viento es la actuación protagonizada recientemente por Esquerra Republicana, propia de un sainete de finales del siglo XIX cuando el llamado género chico y el teatro por horas fueron utilizados para abaratar el coste de las localidades e intentar así atraer a sectores más amplios de la población. Tras la renovación del tripartito catalán, una vez superado el trance electoral, parecía que las aguas habían vuelto a su cauce, y que la gestión de lo cotidiano iba a presidir la acción del Gobierno autónomo. Lo cierto es que en los últimos meses no habíamos tenido noticia de la existencia de nuevas urgencias identitarias, ni había trascendido ninguna manifestación de preocupación generalizada en ese sentido. Nada parecía indicar que los catalanes hubieran perdido de pronto el sueño y sufrieran un ataque colectivo de ansiedad patriótica. Sin embargo, un tal Vendrell se levanta un día de la cama, saca la bandera, y establece como prioridad política algo de lo que nadie hablaba la víspera, hasta el punto de plantear un cambio de gobierno si no se le atiende.

Aquí en el paisito estamos ya curados de espanto de tanto como nos hemos zurrado a banderazos, con el agravante de que algunos esconden pistolas y bombas bajo los colores de la enseña patria. Pero también el país grande ha sido escenario, durante los últimos tiempos, del afán de algunos por desatar pasiones y liarse a golpes con las banderas, a falta de mejores argumentos. Pero la utilidad de las mismas no se limita a la lucha por mayores cotas de poder político, pudiendo prestar también interesantes servicios en el mundo de los negocios. Mucho más, por supuesto, cuando ambos objetivos van de la mano y se complementan mutuamente, dando lugar a lo que Stiglitz ha calificado como capitalismo de amiguetes. Bush, por ejemplo, ha demostrado la doble utilidad de las banderas: para mantenerse en el poder, y para hacer negocios.

En este contexto, la invocación del interés nacional para favorecer unas opciones frente a otras en el caso Endesa -tentación a la que finalmente parecen no haber podido sucumbir algunos sectores gubernamentales- resulta tan conmovedora como las que apelan al mercado para defender el control de la empresa por parte de sus amigos del Gobierno de Baviera, a la espera, probablemente, de una generosa financiación en próximos compromisos electorales. Lo dicho, a banderazo limpio.

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