Columna

La inconsistencia del terror

Cuesta creer que el atentado con el que ETA destrozó el esperanzador diálogo abierto tras el anuncio de un alto el fuego no sea fruto de la más deplorable confusión; es decir, de una degradación dramática e irreversible de las "reglas" del complejo terrorista, circunstancia que pondría la mecha de la dinamita en manos de quienes no negocian. La bomba en el aeropuerto de Barajas, con su brutalidad y sus dos víctimas, dos pobres ecuatorianos, sacudió a la ciudadanía de forma tan fulminante como convirtió a Arnaldo Otegui y a Josu Ternera, los interlocutores del proceso, en muñecos de trapo. A di...

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Cuesta creer que el atentado con el que ETA destrozó el esperanzador diálogo abierto tras el anuncio de un alto el fuego no sea fruto de la más deplorable confusión; es decir, de una degradación dramática e irreversible de las "reglas" del complejo terrorista, circunstancia que pondría la mecha de la dinamita en manos de quienes no negocian. La bomba en el aeropuerto de Barajas, con su brutalidad y sus dos víctimas, dos pobres ecuatorianos, sacudió a la ciudadanía de forma tan fulminante como convirtió a Arnaldo Otegui y a Josu Ternera, los interlocutores del proceso, en muñecos de trapo. A diferencia del caso irlandés, donde Gerry Adams fue un mediador válido para el desarme del IRA, los balbuceos de los dirigentes de Batasuna revelan algo que se temía: la falta de liderazgo político en el caso vasco.

Es sabido que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha visto obligado a actuar, desde el mismo instante de su investidura, como uno de esos jugadores a quienes abuchea una parte del estadio cada vez que tocan la pelota. Eso le ha llevado, al encarar el desafío de la paz con ETA, a minusvalorar ciertos sucesos, como la actividad terrorista en Francia o la violencia callejera en Euskadi. El optimismo de la voluntad se impuso, y era difícil que no ocurriera cuando el ambiente no fue de apoyo ni de respeto. El presidente hizo lo que debía (con la aquiescencia de todos menos el PP) y no se puede decir que la democracia haya cedido nada sustancial en el intento, lo que convierte en todavía más infame la actitud de la derecha, anclada en la calumnia.

Escribió Ernest Lluch, el añorado profesor asesinado, que no hubo una ETA "buena" antes de una ETA "mala", un terrorismo justificable y otro intolerable, lo que no le impidió promover con vehemencia la vía del diálogo. Sabía Lluch que la confusión de la ideología con la política, tan característica del fanatismo, si no es sometida al asalto constante de la libertad, acaba por devorar cualquier sentido ("¿Nos hemos vuelto locos, o qué?", preguntó con lucidez el presidente del PNV, Josu Jon Imaz). La inconsistencia del terror, con sus desvaríos de dinamitero, hace ahora tan difícil una salida lógica como perentoria su búsqueda para la izquierda abertzale, convertida en patética rehén de una banda que cada día lo parece más. Sólo cabe esperar que, más temprano que tarde, haya noticias.

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