Crónica:LA CRÓNICA

El lago de los cisnes

Alrededor del Museo de Historia de Cataluña se escenifica, los días de grueso flujo turístico, una curiosa variante del top manta, este fenómeno tremendamente contemporáneo que brota todo el tiempo en las aceras, las plazas y las bocas del metro de Barcelona y que tiene en la periferia de este museo una lógica peculiar que lo emparenta con el mundo de la coreografía y, en ciertos momentos muy afortunados, con el del ballet. Quien se acerque al Palau del Mar a observar este fenómeno puede aprovechar para hacer una inmersión en el Museo de Historia que tiene, como todos los museos de su g...

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Alrededor del Museo de Historia de Cataluña se escenifica, los días de grueso flujo turístico, una curiosa variante del top manta, este fenómeno tremendamente contemporáneo que brota todo el tiempo en las aceras, las plazas y las bocas del metro de Barcelona y que tiene en la periferia de este museo una lógica peculiar que lo emparenta con el mundo de la coreografía y, en ciertos momentos muy afortunados, con el del ballet. Quien se acerque al Palau del Mar a observar este fenómeno puede aprovechar para hacer una inmersión en el Museo de Historia que tiene, como todos los museos de su género, sus especificidades, pues no se trata de un museo donde se exhiben objetos valiosos, sino de un recuento histórico, desde la prehistoria hasta nuestros días, que se apoya en soportes diversos como maquetas, modelos interactivos a escala, fotografías, ilustraciones, piezas musicales y textos.

La museografía, sobre todo entre los niños, es muy exitosa, mis hijos por ejemplo recibieron una impronta imborrable de Guifré el Pilós que aparece de cuerpo entero y comprendieron que els segadors, además de un himno, es también un grupo de señores. Escribo esto para ejemplificar cómo el museo cumple con su cometido de enseñar la historia, de educar, digamos, y ahora paso a los modelos interactivos, que es la parte que, de manera involuntaria, des-educa a esos niños que, en las salas del museo, pueden manipular un molino de piedra para triturar granos, pueden subirse a un caballo de madera o meterse en el submarino de Monturiol, y también pueden ir accionando toda clase de botones y controles que llenan de bombillas rojas o de canciones medievales o discursos, una ilustración o un mapa, es decir, que los niños aprenden que las piezas de museo no sólo pueden tocarse, sino que se les invita expresamente a hacerlo y, todavía más, que si no lo hacen se quedan con la sensación de que están quedando como unos outsiders incapaces de responder a la invitación que les hace el museo, y hago notar esto porque hay niños que acaban toqueteando un panel de botones e interruptores, no porque tengan ganas de hacerlo, sino porque han visto que cada niño que pasa por ahí dedica un momento a toquetear.

La cosa interactiva es una maravilla pedagógica hasta el momento en que entra uno con sus hijos, por ejemplo, al Macba y ellos, des-educados por su experiencia anterior, se tiran a palpar las telas, a reordenar los collages y a montarse en las esculturas y en los extinguidores.

En las últimas salas del Museo de Historia, como corresponde al órden cronológico de la museografía, llegamos a la época contemporánea donde, otra vez los niños, cuestionan la utilidad de que se reproduzca un salón de clase idéntico al que asisten todos los días, y lo mismo pasa con la reproducción de una cocina, que es igual a la que tienen muchas casas en Barcelona.

Mientras los visitantes del museo aprenden, se educan y des-educan, afuera se escenifica ese ballet con el que empezaron estas líneas. Frente al Palau del Mar, en línea con los restaurantes y a espaldas del puerto, una docena de inmigrantes africanos extienden sus mantas y, encima de éstas, exhiben un universo de productos que nadie necesita y que, sintomáticamente, se venden todos como pan caliente: gafas, bufandas, gorros y bolígrafos expuestos ante el flujo turístico que no cesa, o pasa de largo o se va distribuyendo en los restaurantes o se detiene y se agacha sobre una manta para ver de cerca los objetos y esta acción, aparentemente simple, produce unos nudos humanos de consideración, que interrumpen el paso hasta que, a lo lejos, aparecen dos policías.

Como sucede siempre, la docena levanta sus tiendas itinerantes, en una fracción de segundo y ayudándose con un ingenioso juego de correas que han instalado en sus mantas, y se escabullen en una fila india que empieza a darle la vuelta al Palau del Mar. Los dos policías caminan detrás de ellos sin aumentar la velocidad, a unos veinte pasos de los dueños de las mantas que, también sin aumentar la suya, dan una vuelta completa al Palau. La escena tiene más de coreografía que de persecución y, como los perseguidos van adecuando su velocidad a la de sus perseguidores, que van muy despacio, la cosa coge tempo y aire de Ballet, porque encima los turistas se detienen, interrumpen por fin su flujo incesante, para contemplar ese lago de los cisnes policiaco.

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Como todas las representaciones, ésta también llega a su final, que es el de los policías que, sin interrumpir su distendida conversación, siguen caminando rumbo a la Barceloneta, mientras los dueños del Top Manta vuelven a instalarse en su sitio, hasta que tenga a bien comenzar la siguiente función.

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