Editorial:

Estreno en México

El nuevo presidente mexicano, Felipe Calderón, ha logrado tomar posesión de su cargo en el Congreso en una ceremonia tan tensa como fugaz, mientras los parlamentarios de la oposición izquierdista le silbaban y abucheaban. En la calle, su irredento rival Andrés López Obrador encabezaba una marcha multitudinaria de sus partidarios para protestar contra una investidura que considera le fue robada en las urnas. Nunca en la historia moderna de México había sido investido un presidente en condiciones tan caóticas y de división política, culminación de meses de amargas disputas sobre el resultado de ...

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El nuevo presidente mexicano, Felipe Calderón, ha logrado tomar posesión de su cargo en el Congreso en una ceremonia tan tensa como fugaz, mientras los parlamentarios de la oposición izquierdista le silbaban y abucheaban. En la calle, su irredento rival Andrés López Obrador encabezaba una marcha multitudinaria de sus partidarios para protestar contra una investidura que considera le fue robada en las urnas. Nunca en la historia moderna de México había sido investido un presidente en condiciones tan caóticas y de división política, culminación de meses de amargas disputas sobre el resultado de la elección de julio pasado, que Calderón ganó por sólo 240.000 votos.

Por eso es importante que el flamante presidente conservador, siguiendo un guión del que no ha abdicado desde que el Tribunal Electoral proclamara inequívocamente la validez de su victoria, haya vuelto a tender la mano a sus antagonistas en el estreno de su cargo, invitando al PRD a poner el interés nacional por encima de las divergencias partidistas: "No ignoro las razones de los que votaron por otras opciones políticas y os pido que me permitáis ganar vuestra confianza con actos... Asumo completamente la responsabilidad de resolver los serios desacuerdos (...) y reunificar México". Esta sostenida actitud conciliadora de Calderón contrasta con la altanería y la demagogia de López Obrador, que ha acabado desacreditándole a los ojos de sus conciudadanos. El oportunismo del ex alcalde de la capital mexicana y su incapacidad para asumir una derrota electoral que nunca consideró posible ha venido a convertir al líder del PRD en una inquietante anomalía democrática. Encuestas recientes muestran que las tres cuartas partes de los mexicanos rechazan el protagonismo tumultuario y la resistencia civil que encabeza Obrador.

Calderón no va a tener fácil enderezar México tras la presidencia bienintencionada pero quietista de su predecesor y correligionario. El país que deja Vicente Fox sigue adoleciendo de gravísimos desequilibrios en forma de desigualdades sociales, atraso educativo, escaso respeto por las leyes o un insoportable grado de violencia protagonizado sobre todo por la mafia de la droga. Pobreza, delincuencia y reforma económica, imprescindible ésta para combatir la corrupción instalada en sectores productivos tan claves como monopolistas (energía, comunicaciones), deben ser las tres patas fundamentales de la acción del nuevo mandatario. Y tendrá que hacerlo con un Congreso en el que su partido no controla más que el 41% de los escaños.

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Las promesas iniciales de Calderón han sido claras en lo tocante a la lucha contra el crimen organizado, la atención sanitaria para los niños o la expansión de los programas contra la pobreza. Se ha apropiado así, oportunamente, de algunos de los banderines de la izquierda. Pero el jefe del Estado tendrá que poner en juego rápidamente más que palabras para transmitir a los mexicanos la idea de que su presidencia es diferente y a la vez desactivar el declinante oportunismo de Obrador.

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