Crónica:LA CRÓNICA

Cena de gala

Para variar, las escaleras mecánicas de la avenida de Maria Cristina no funcionaban el sábado a última hora de la tarde. Cerrado ya a esa hora el Salón del Libro, el paseo iba sumiéndose en la melancólica provisionalidad tan consustancial a toda la montaña de Montjuïc. La fuente mágica proyectada por Carles Buigas estaba apagada, como un sombrío dragón mecánico dormido en su guarida. En la gran explanada, la churrería despachaba con toda normalidad a los últimos clientes del día, pero yo no renunciaba a descubrir algún prodigio, acaso la gran nave que sobrevuela la zona al final de la novela d...

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Para variar, las escaleras mecánicas de la avenida de Maria Cristina no funcionaban el sábado a última hora de la tarde. Cerrado ya a esa hora el Salón del Libro, el paseo iba sumiéndose en la melancólica provisionalidad tan consustancial a toda la montaña de Montjuïc. La fuente mágica proyectada por Carles Buigas estaba apagada, como un sombrío dragón mecánico dormido en su guarida. En la gran explanada, la churrería despachaba con toda normalidad a los últimos clientes del día, pero yo no renunciaba a descubrir algún prodigio, acaso la gran nave que sobrevuela la zona al final de la novela de Eduardo Mendoza. Ha pasado el tiempo desde 1929 y hoy resulta imposible soñar como entonces, pero en el Palacio de Victoria Eugenia sí esperaba, previa invitación, un pequeño prodigio, de los que ya no se ven: la cena de gala convocada por el Círculo Ecuestre para conmemorar sus 150 años de historia.

Un siglo y medio de vida no es poca cosa para una entidad recreativa y cultural. Nació el 26 de noviembre de 1856 en un piso de la Ronda de Sant Pau, fundado por un grupo de barceloneses amantes de la hípica. Su primer presidente, que también lo era del Círculo del Liceo, se llamaba Jaume Pla. Tras una primera incertidumbre, que le llevó en 1860 al número 10 de la Rambla de Santa Mònica, siendo presidente el marqués de Santa Isabel, el Círculo Ecuestre vivió varios cambios de sede siempre en dirección norte, de acuerdo con el sentir de una clase industrial cada vez más esquiva con el mar de su ciudad. La primera parada, hacia 1907, fue en la misma plaza de Catalunya, cuando ya los socios ascendían a 424. El impulso del presidente Alberto Rusiñol llevó a una nueva mudanza a los números 38-40 del paseo de Gràcia. La lujosa nueva sede fue inaugurada por Alfonso XIII en 1926, a las puertas de la Exposición Internacional, y viviría en primera línea las convulsiones de las décadas siguientes, al ser requisada en 1936 y convertida en el Casal Carlos Marx para finalmente acoger la sede de la Falange Española tras la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Desde 1950, la entidad tiene su distinguida sede en el palacete modernista situado en la confluencia de Balmes con la Diagonal, construido en 1910 por el arquitecto Juan José Hervás Arizmendi. Presidido por Manuel Carreras, el club cuenta hoy con unos 1.800 socios que disponen de restaurante, gimnasio, una biblioteca y salas de juego, todo ello revestido de la más noble marquetería modernista en un gusto por la privacy del todo anglosajón.

No acudieron los 1.800 a la cena de Montjuïc, pero sí 1.300, entre socios y representantes de otros clubes confederados con el Ecuestre, entre los que anoté el Cercle Royal Gauloise, la Chicago Union League, el Cape Town Club y el Berliner Golf, más que otra cosa para perfumar esta crónica con el aroma del dinero internacional. Presidían la cena los duques de Palma, por lo que las cámaras de los periodistas fueron sometidas al habitual olisqueo del simpático perro policía que lucía una correa con la bandera española. El aperitivo fue largo y bien servido: tartar de salmón, castaña con bacon y hojaldre, canutillos de gorgonzola, jamón de bellota y un excelente carpaccio de magret, entre otras exquisiteces. Para beber, el cronista hizo honor a la entidad brindando con Martín Cendoya Reserva Especial 2001, un rioja especialmente embotellado para el Ecuestre por las Bodegas Heredad Ugarte. Entre los asistentes, se encontraban Isidre Fainé, Mariano Puig, Josep Ferrer, Leopoldo Rodés, Casimiro Molins, Carlos Güell de Sentmenat, Fèlix Millet, Enrique Lacalle, Macià Alavedra, Josep Piqué -único político en activo que me pareció ver- y Artur Suqué. La cena estuvo precedida por un espectáculo de ballet de la compañía de Ángel Corella que abrió con un pas de deux sobre el segundo movimiento del Concierto para clarinete de Mozart -alto homenaje a la masonería-, seguido por otras piezas de Massenet, Cesare Pugni y Duke Ellington. Entre el segundo y el tercer plato, esto es, entre la marmita de pescadores -que vino precedida por un tibio de foie al sésamo- y el nido de poularda a las setas -coronado sucesivamente por un timbal de naranja a la naranja y unas mignardises-, se procedió a distinguir a un socio emérito, Juan Antonio Samaranch, acogido en el escenario al son del Barcelona de Montserrat Caballé y Freddie Mercury. El sobrio discurso de agradecimiento de Samaranch fue bilingüe, en castellano y catalán. Tras la cena había baile hasta la madrugada, al que no estaban invitados los medios informativos.

A la salida, la churrería ya había cerrado y el canto de un grillo solitario sumía en la irrealidad la visión de los cañones de agua desactivados de la fuente. Pensé en el periodista Josep Maria Cortés, gran cronista del Ecuestre, y ello me llevó a recordar los versos de Gil de Biedma proclamados en la montaña triste de Montjuïc: "Ese despedazado anfiteatro / de las nostalgias de una burguesía".

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