Columna

Rascar cielos

Uno de los primeros pecados de soberbia con que el hombre ofendió a su hacedor fue la construcción de una torre. De algún modo, aquellos remotos blasfemos razonaron que el mejor modo de desafiar a una divinidad, la muestra más evidente de que deseaban competir con él y superarlo, era elevar una estructura de ladrillo y argamasa que rozara el firmamento, la famosa Torre de Babel. La historia de la civilización está plagada de torres, de siluetas esbeltas que se destacan sobre el horizonte de las ciudades y señalan hacia el otro mundo al que el espíritu de los hombres aspira, un más allá elevado...

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Uno de los primeros pecados de soberbia con que el hombre ofendió a su hacedor fue la construcción de una torre. De algún modo, aquellos remotos blasfemos razonaron que el mejor modo de desafiar a una divinidad, la muestra más evidente de que deseaban competir con él y superarlo, era elevar una estructura de ladrillo y argamasa que rozara el firmamento, la famosa Torre de Babel. La historia de la civilización está plagada de torres, de siluetas esbeltas que se destacan sobre el horizonte de las ciudades y señalan hacia el otro mundo al que el espíritu de los hombres aspira, un más allá elevado donde no se padezcan la corrupción ni el hastío. Subir a una torre es estar más cerca del cielo: ascender al rasero de los ángeles y las ventiscas, abandonar el grosero plano de la superficie para contemplar las desdichas de nuestros congéneres con la misma indiferencia con que lo harían el cóndor y los astros. Los antiguos babilonios situaban sus observatorios astronómicos en la punta de sus zigurats porque argumentaban que desde más cerca las constelaciones se distinguen mucho mejor. Algún impulso nebuloso en nuestra alma nos impulsa hacia las alturas, desdeña la planicie para escalar la montaña y se aferra a la verticalidad como a una promesa de salvación, como una huida, acaso desesperada, del mundo adocenado de la cotidianidad y los desengaños: aprendimos de griegos y romanos a salpicar los cementerios de cipreses, esas flechas que tienen por objeto indicar a las sombras de los muertos el camino hacia las estrellas.

Durante siglos, Sevilla ha sido ciudad de una torre. El viajero que llegaba desde lejos, en los tiempos en que el ferrocarril aún no había abreviado los mapas, divisaba la mancha ocre de la capital extendida sobre el valle del Guadalquivir, y alzándose sobre los edificios chatos que orillaban el río, el espinazo árabe de la Giralda, como un pastor que conduce a sus rebaños hacia el aprisco. Así aparece en todos los grabados de los libros de viajes antiguos: una urbe que apenas es reconocible, una congregación de casas jorobazas y turbias que viven a la sombra de una atalaya con nombre de mujer. Ahora, la arquitectura contemporánea ha decidido por fin hacer competencia a esa estampa. Tengo delante de mí los cinco proyectos con que las cajas de ahorros autóctonas pretenden corregir la fisonomía de la ciudad desde la Isla de la Cartuja, en ese núcleo, Puerto Triana, que debe convertirse en nuestro Manhattan particular y hacernos acceder de una vez a esa edad adulta del urbanismo donde las poblaciones crecen en altitud y no en anchura. Hay implícitos en esta filosofía vertical los mismos postulados que disculpan la abundancia de gimnasios y dietistas: la delgadez es preferible al grosor, la escasez de espacio a su desperdicio. Los arquitectos calculan que la nueva construcción rondará los 225 metros, más del doble del tamaño del minarete que hasta hoy nos ha servido de insignia, y que después del añadido sobrevivirá probablemente encogido en una esquina de la catedral como un vestigio de épocas más cobardes y más tímidas. No soy de los que desconfían de la modernidad, y no me tienta censurar alegremente estas tentativas de renovación del panorama sobre el argumento de que toda iniciativa destruirá la belleza de un perfil que cuenta con siglos de solera y que decora coloridamente las postales. Pero a la vez recelo de esta tendencia a buscar la estratosfera y me pregunto qué tiene de malo una ciudad horizontal, mansa, a ras de sus habitantes, donde el paseante no se sienta amenazado por enormes gigantes de hormigón que espían desde las nubes. El Nueva York de inicios del siglo XX fue el promotor de este tipo insólito de urbes, en una época en que el capitalismo desenfrenado hizo creer a los empresarios, como a aquellos viejos babilonios, que uno se arrima más al estrellato cuanto más alto coloca su despacho. Aquellos monstruos recién llegados recibieron un nombre revelador: rascacielos. La palabra sugiere, evidentemente, elevación, lejanía, aire, pero también otra idea que no se puede dejar de lado: que por mucho que uno sume pisos no hace más que rascar el paraíso, que arañar los cimientos del palacio de los bienaventurados.

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