Columna

La leyenda del ascensor

Vivo en un octavo y siempre se me olvida subir andando, lo que me fortalecería para hacer frente a la vida como una jabata. Me acuerdo cuando ya estoy arriba, entonces digo, ¡vaya!, otra vez no he subido andando los ocho pisos. Por inercia, por comodidad, nada más entrar en el portal me voy hacia los ascensores, la verdad es que la puerta de la escalera no sé ni dónde está. En las construcciones modernas el ascensor y las escaleras no conviven. La barandilla, los peldaños y los descansillos son otro mundo que existe, pero que hay que buscar. Menos mal que tengo la ocasión de pisar casas antigu...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Vivo en un octavo y siempre se me olvida subir andando, lo que me fortalecería para hacer frente a la vida como una jabata. Me acuerdo cuando ya estoy arriba, entonces digo, ¡vaya!, otra vez no he subido andando los ocho pisos. Por inercia, por comodidad, nada más entrar en el portal me voy hacia los ascensores, la verdad es que la puerta de la escalera no sé ni dónde está. En las construcciones modernas el ascensor y las escaleras no conviven. La barandilla, los peldaños y los descansillos son otro mundo que existe, pero que hay que buscar. Menos mal que tengo la ocasión de pisar casas antiguas y señeras cuando voy a las consultas de los médicos. Será casualidad, pero todas están en pisos con escaleras de madera barnizadas hasta la extenuación que crujen al pisarlas. A su lado sube un ascensor laboriosamente enrejado que se bambolea hasta pararse dando un bote. Hay que abrir incluso una cancela para entrar y a veces tiene hasta un pequeño banco para sentarse, lo que hace pensar que nuestros antepasados llegaban agotados de la calle o que durante este trayecto, que para nosotros pasa en un suspiro, ellos tenían tiempo de sentarse, charlar y mirarse a gusto en los espejos.

Verónica, hija de Satán, habita en las profundidades de los espejos de todos los ascensores del planeta

Lamento ahora no haberme fijado en la fecha de instalación de ninguno de estos ascensores, jamás se me ocurrió que fuese a escribir de ellos, sin embargo, he encontrado en Internet que el primer ascensor de pasajeros se instaló en 1857, ¡cómo no!, en Nueva York. Por eso tiene el encanto de un viaje en el tiempo meterse en uno de estos artilugios, en plan paseo en tartana o en una máquina de vapor. Nada que ver con los ascensores acristalados que se deslizan por las fachadas del Museo Reina Sofía. Digamos que la última tendencia ha sido sacar los ascensores a la calle para que venzamos el miedo al vacío.

Y hablando de miedo, desde aquellos remotos tiempos en que el lujo era de raso y terciopelo, hay algo que ha ido pasando de ascensor en ascensor como imprescindible: el espejo. Que vas a una entrevista de trabajo, no viene mal echarse una ojeada. Que se llega a casa después de una fiesta tampoco está mal echarse una ojeada. Que se sale deprisa y corriendo, aún hay tiempo de pasarse los dedos por el pelo o pintarse los labios. Que nos quedamos parados, por lo menos hay algo que mirar mientras llegan los bomberos. Con espejo, la caja del ascensor es algo más que un sube-baja, porque el elemento espejo tiene algo inquietante de narices. Una vez me regalaron un libro bastante interesante sobre espejos mágicos hechos con distintos tipos de materiales, en que se dice que son puertas abiertas a otras dimensiones y dan instrucciones de cómo utilizarlos. Los ejercicios no pueden rebasar los 10 minutos, porque de hacerlo seguramente se acabaría tarumba. En cualquier caso, me haría ilusión que Íker Jiménez abordara el asunto en el programa de la Cuatro Cuarto milenio (si es que no lo ha hecho ya). Me gustaría saber más de una práctica que procede de tiempos remotos cuando uno sólo podía hacerse una idea aproximada de sí mismo en las aguas de los ríos, y a la que fueron aficionados sabios como Aristóteles y Pitágoras, siempre según el libro. Tuve que dejar de leerlo por las noches porque cuando mis ojos tropezaban con las lunas del armario me daba unos sustos de muerte. Así que no es de extrañar que de la fusión ascensor claustrofóbico y espejo mágico haya surgido una de las leyendas urbanas más conocidas entre los jóvenes. La leyenda de Verónica.

Básicamente consiste en que Verónica, hija de Satán, habita en las profundidades de los espejos de todos los ascensores del planeta de la misma forma que otras criaturas viven en el fondo de las aguas. Pero como todo tiene un procedimiento, aunque esta chica malévola esté deseando salir del espejo, no puede hacerlo si alguien no la llama, por lo que debes saber que si no quieres pasar el susto de tu vida no debes presionar todos los botones del ascensor a la vez y mirar fijamente el espejo como intentando penetrarlo con tu pensamiento porque entonces Verónica saltará de su interior, te agarrará con fuerza y te llevará con ella al otro lado.

¿Por qué nos gustará sentir miedo irreal por cosas irreales? Quizá para que sustituya el miedo real del horror de verdad. Espejito, espejito mágico ¿por qué hay hombres que matan a sus novias, a sus esposas, a sus hijas? Verónica, haznos un favor, llévatelos al otro lado y que no volvamos a verlos más.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En