Tribuna:

Adhesión inquebrantable

Como uno ya es mayor y, además, tiene la mala costumbre de tener memoria algunos comportamientos de determinados actores políticos le recuerdan los tiempos felices en que tenía pelo. Hubo un tiempo en este país en el que las cosas estaban muy claras: o se era adicto o no, o se profesaba adhesión inquebrantable o se estaba al servicio de no sé qué extrañas conspiraciones, hubo un tiempo en este país en que la vida pública se estructuraba con categorías schmittianas: se era amigo o enemigo. Y ya se sabe que, como escribió el docto autor germano, enemigo es "aquel con quien sostenemos guerra públ...

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Como uno ya es mayor y, además, tiene la mala costumbre de tener memoria algunos comportamientos de determinados actores políticos le recuerdan los tiempos felices en que tenía pelo. Hubo un tiempo en este país en el que las cosas estaban muy claras: o se era adicto o no, o se profesaba adhesión inquebrantable o se estaba al servicio de no sé qué extrañas conspiraciones, hubo un tiempo en este país en que la vida pública se estructuraba con categorías schmittianas: se era amigo o enemigo. Y ya se sabe que, como escribió el docto autor germano, enemigo es "aquel con quien sostenemos guerra pública". Tal parece como si algunos quisieran volver a ese lugar que, felizmente, enviamos al basurero cuando la transición.

Que nadie se llame a engaño: no se trata de que quienes gobiernan sigan la máxima romanoniana de "a los amigos el favor, a los enemigos el reglamento" a la postre las prácticas de clientela no son precisamente una invención reciente y, además, aunque sea de modo implícito, nos remiten a una cultura política en el fondo pluralista, aunque no ciertamente liberal. No se trata de eso. Tampoco se trata del uso nada extraño de listas negras, donde se inscriben quienes nos dan repeluzno, y de listas blancas, donde figuran los afortunados. Al fin y al cabo, como vivimos en un mundo de recursos escasos es claro que no puede haber para todos lo que Rico y Amat llamaba gráficamente "turrón", y como el Eclesiástico lleva razón cuando escribe que el número de los tontos es infinito las probabilidades de topar con un listero/a no son ciertamente escasas. No es eso, pues obsérvese que el listero/a lo más que hace es excluirte de la gloria, pero eso no supone necesariamente arrojarte a las tinieblas exteriores, do es el llanto y el crujir de dientes. Ya se sabe que en la oposición hace mucho frío, sobre todo cuando el poder nos quita la calefacción, pero a la postre lo que de ello se sigue no es otra cosa que la incomodidad. La oposición puede ser divertida, pero ciertamente no es confortable. Tales comportamientos pueden ser éticamente perversos y políticamente erróneos, pero al menos no niegan ni la discrepancia, ni su legitimidad.

De lo que se trata es de otra cosa: precisamente de negar al discrepante su derecho a discrepar y, por ello, a obrar en consonancia con su opinión, a no admitir la diferencia de opinión, sea de los propios o de los demás (en rigor, en primer lugar, no admitir la diferencia de opinión de los propios), de adoptar un punto de vista rigurosamente maniqueo que no admite realidad distinta a la una de estas dos posibilidades: o se está con los hijos de la luz o se está con los hijos de las tinieblas. Y ya se sabe que estos últimos están llamados al exterminio. No es que la crítica moleste, es que es torticera y por ello ilegítima por definición.

Cuando se actúa desde una mentalidad así se acaba por generar una dinámica en la que nadie está a salvo, ni siquiera el listero/a, pues una vez los puros han puesto en marcha la máquina de depurar, siempre correrán el riesgo de que aparezca alguien más puro que ellos y los someta al mismo tratamiento que ellos mismos dispensaron previamente a los paganos y a los creyentes más o menos tibios. Va de suyo que tal estilo de pensamiento y las acciones que de él se siguen no son compatibles con la pluralidad, el gobierno de la opinión y el Estado de Derecho, por lo que no debe sorprendernos que acaben generando monstruos, el de la comisión para vigilar la fiscalía (ese nido de conspiradores, como bien se sabe) es sencillamente uno más. Vistas así las cosas nada de particular puede tener que gentes de esa clase acaben por proponer como blanco de una cacería de brujas no ya a los disidentes políticos, sino a fiscales, jueces o magistrados. Claro que si se arroja al Gehenna a los compañeros de partido que a uno/a le hacen sombra no debe extrañarnos que se procure reservar habitación en el séptimo sótano del infierno a quienes tienen la desventurada idea de pensar de modo distinto a la autoridad. Pues ya se sabe que esta última es, por definición, sabia y prudente.

De lo que me parece no deben caber muchas dudas es que el fenómeno de sectarismo exacerbado de que se ha hecho mención no es precisamente una buena recomendación a la hora de jugar el juego de la política democrática. Esta reposa en el gobierno de la opinión, de una opinión que se forma por el debate público entre posiciones diferentes, todas legítimas en principio. Justo el escenario antagónico de la adhesión inquebrantable.

Claro que como uno es mayor hace tiempo que ha aprendido que la adhesión a la autoridad es inquebrantable justo hasta el mismo instante en que esta última deja de serlo. No es mala tarea procurar que ese momento llegue a la mayor brevedad posible.

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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