Crónica:LA CRÓNICA

Barcelona a dos velocidades

Ahora que para la mayoría de los mortales ha terminado el verano, Barcelona comienza esa peligrosa etapa anual que se inaugura en cuanto empiezan a coincidir dos velocidades distintas en la misma calle. Este fenómeno comienza a ocurrir en estos días, ahora mismo, cuando los barceloneses van por las aceras, rumbo a sus trabajos, a la velocidad de la luz, y se topan con un grupo de turistas sin rumbo, que han alargado un poco sus vacaciones de verano y se desplazan como un quiste dentro de un cuerpo sano y dinámico, obstruyendo el paso de quien camina, perjudicado por el sudor y el estrés, con l...

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Ahora que para la mayoría de los mortales ha terminado el verano, Barcelona comienza esa peligrosa etapa anual que se inaugura en cuanto empiezan a coincidir dos velocidades distintas en la misma calle. Este fenómeno comienza a ocurrir en estos días, ahora mismo, cuando los barceloneses van por las aceras, rumbo a sus trabajos, a la velocidad de la luz, y se topan con un grupo de turistas sin rumbo, que han alargado un poco sus vacaciones de verano y se desplazan como un quiste dentro de un cuerpo sano y dinámico, obstruyendo el paso de quien camina, perjudicado por el sudor y el estrés, con la celeridad propia del que sabe que, si llega tarde, queda mal con el jefe y a la larga perderá su sueldo. El fenómeno no es menor y merece atención. Hace unos días desemboqué en la plaza de Catalunya, por la boca de los Ferrocarrils de la Generalitat, sudoroso y estresado porque deseaba asistir a un acto que protagonizaban el presidente Maragall y Carlos Fuentes; como ya iba bastante tarde, crucé la plaza a toda prisa y caí, por descuido, en medio de un quiste turístico que abarrotaba la entrada del Hard Rock Café; era un tumulto de hombres y mujeres grandes y rubios, y también muy relajados, que pude sortear con dificultad, con una serie de recortes y quiebros de cintura que hicieron bajar mi velocidad supersónica al nivel de la velocidad turística, que siempre obedece a un ritmo vital soso y más bien contemplativo. Al llegar al Portal de l'Àngel, noté que toda la calle estaba tomada por personas que se movían a velocidad turística y comían helados y hacían círculos, de insólito espesor, alrededor de músicos callejeros que, en otra temporada, no son objeto de tanto fanatismo. "Ahí debe de estar tocando, como mínimo, Bob Dylan o Eric Clapton", pensé al ver el gentío de gafas oscuras, gorra fosforescente y pantaloncillo corto que ovacionaba al músico. No se por qué mientras trataba de abrirme paso hacia el Palau de la Generalitat pensé en la actividad de observar barcos, como remedio para descansar de las dos velocidades que recorren Barcelona estos días. Después de pensar en los observadores de barcos, también pensé que un día de estos habrá un accidente ocasionado por estas velocidades dispares, y será probablemente el de una pobre señorita que salga disparada de su oficina y se estrelle contra la lentitud enorme de un turista inglés. En tiempos de Lope de Vega, en el puerto de Lisboa, en la zona de mejor visibilidad, había un individuo que observaba, día y noche, la entrada y la salida de los barcos. La gente lo cuestionaba, desconcertada por esa obstinación aparentemente inútil. El observador daba siempre la misma respuesta: "Todos los barcos que entran al puerto son míos, por eso los observo". Con el tiempo, este observador ejemplar pasó a ser "el loco del puerto del Lisboa", y el más piadoso y adinerado de sus hermanos lo recluyó en un sanatorio psiquiátrico. Años más tarde el loco fue dado de alta y lo primero que hizo al salir fue golpear a su hermano por haberle quitado todos sus barcos. El otro observador que recordé lo escribió Eliseo Alberto en su libro Informe contra mí mismo. Eliseo cuenta que en La Habana, un colega suyo que cayó en desgracia laboral y que tenía un piso con vista al mar adoptó, como el loco de Lisboa, el oficio de observar los barcos que entraban y salían del puerto. Se situaba en su terraza, de sol a sol, y apuntaba en una libreta el nombre, la bandera y la especialidad del barco. Su esposa comenzó a preocuparse cuando al observador le dio por levantarse a vigilar antes de que saliera el sol, y más que nada cuando, con la idea de ganar precisión en sus observaciones, vendió su mejor pantalón para comprarse un catalejo. La historia concluye de manera inesperada: durante una época, este observador notó que los barcos petroleros llegaban a La Habana semivacíos, con la línea de flotación demasiado alta, y eso quería decir que estaba a punto de declararse en la isla un periodo especial de escasez de gasolina, y como este observador era un tío listo, hizo su agosto con esta información crucial. Pensando en la observación de barcos como remedio, como remanso entre las dos velocidades, fui andando por callejuelas estrechas hasta el Palau de la Generalitat, movido por el proyecto de mirar en persona al presidente que, en unos cuantos años, se habrá convertido en un personaje mitológico, y yo quería contar con el bagaje anecdótico de haberlo visto, bagaje que finalmente conseguí, pero antes, en la calle del Bisbe, la velocidad que a fuerza de fintas y recortes trabajosamente mantenía, topó con la velocidad turística de un grupo enorme y plural de personas en pantaloncillo corto que atendían, con los ojos y la boca bien abiertos, las explicaciones de un guía que hablaba en inglés. Por más que traté de abrirme paso, no pude, y entonces tuve que optar por pedir permiso para pasar, tocando a veces un hombro, a veces un riñón y siempre repitiendo el vocablo excuse me. La tarea no era fácil y yo iba tarde y con temor de que me dejaran afuera, así que, en un momento de desesperación, toqué con demasiada fuerza un hombro o dije un excuse me altisonante y neurótico, no lo sé, el caso es que un hombre con cuerpo de hooligan y mirada compasiva de vaca me hizo ver antes de franquearme el paso: "Relax man, it's summertime".

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