Tribuna:

La memoria, ¿alma o arma?

Cuando Machado escribía aquellos versos "Al borde del sendero un día nos sentamos. Ya nuestra vida es tiempo...", nos dejaba remitidos a los dos manantiales permanentes de la vida humana: la memoria y la esperanza. Ellas son nuestras dos cuitas máximas. ¿Cómo nutrirse de la memoria y cómo aguardar en esperanza? Ambas son coextensivas e inseparables. La memoria es la raíz y tronco de la esperanza, pero no menos la esperanza es raíz y tronco de la memoria. Quien no tiene nada que esperar ni nadie que le espere o espere algo de él, ése termina perdiendo la capacidad de vivir.

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Cuando Machado escribía aquellos versos "Al borde del sendero un día nos sentamos. Ya nuestra vida es tiempo...", nos dejaba remitidos a los dos manantiales permanentes de la vida humana: la memoria y la esperanza. Ellas son nuestras dos cuitas máximas. ¿Cómo nutrirse de la memoria y cómo aguardar en esperanza? Ambas son coextensivas e inseparables. La memoria es la raíz y tronco de la esperanza, pero no menos la esperanza es raíz y tronco de la memoria. Quien no tiene nada que esperar ni nadie que le espere o espere algo de él, ése termina perdiendo la capacidad de vivir.

La memoria y la esperanza reflejan en la conciencia del hombre sus dimensiones trascendentales y con ellas su experiencia del tiempo. Por ello, necesitan de una tercera ejercitación para poder sostenerse. Si la memoria nos religa al pasado, dándonos conciencia de identidad, y si la esperanza nos abre al futuro, y con ella izamos nuestro anhelo de perduración, el amor, como afirmación agradecida o dolorida del presente, es condición para que las otras dos permanezcan sanas y salvas.

Psiquiatras, educadores y guías espirituales, saben muy bien los estragos que lleva consigo la absolutización de uno de los tres tiempos: pasado, presente o futuro. Cuando el pasado ejerce una función hegemónica hasta absorber todo el espacio interior, hace imposible el crecimiento, porque cierra los caminos para un vivir nuevo y corrompe la verdadera memoria, convirtiéndola en prisión destructora de la propia historia. Cuando se afirma el presente absolutizando la riqueza, placer, gozo, dolor o poder, entonces la vida pierde su grandeza y belleza que incluye retención generosa y despliegue constructor, tanto de lo ya vivido como de lo aún por vivir. Cuando finalmente se absolutiza el futuro del que se espera todo, haciendo de la utopía o revolución las supremas armas constructoras de la morada vital, entonces se ciegan posibilidades permanentes de la vida y se olvidan conquistas irrenunciables.

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Cada siglo, generación y grupo se sienten impelidos a privilegiar uno de estos tres tiempos, y con ello una de las actitudes fundamentales del existir humano: memoria, amor, esperanza. La Ilustración y el siglo XVIII otorgaron primacía al presente, la naturaleza, la razón, el individuo. El siglo XIX, por el contrario, privilegió el pasado, el sentimiento, la historia, las etnias y naciones. El siglo XX a partir de nombres como Marx, Teilhard de Chardin, Marcel, Laín, Bloch, Moltman, ha privilegiado el futuro y la esperanza como capacidad para transformarlo todo, afirmando que el "todavía no", "lo posible", son dimensiones igualmente esenciales de lo real. Para ello hicieron del pasado e incluso del propio presente sólo piedras para avanzar hacia el futuro soñado. La razón instrumental, cierta pedagogía y organización política depreciaron la memoria; sobre todo la memoria de las víctimas que quedaron arrojadas en el camino de la historia y trágicamente muchas veces sepultadas en las cunetas. No pocas de esas víctimas con su palabra, su silencio, su muerte y sus sueños hicieron la vida más digna, intentando liberarla de la mentira y abrirla a un horizonte de mayor dignidad.

Al final del siglo XX ha tenido lugar una convergencia entre dos acentuaciones fundamentales del pensamiento occidental: el logos-razón del mundo grecorromano con la memoria-compasión propia del mundo bíblico como una de las garantías de la libertad. A otros defensores de la memoria, hermanada a la esperanza, habría que añadir aquí los nombres de M. Buber, H. Cohen; F. Rosenzweig; H. Jonas, P. Levi, J. B. Metz...

Nuestra generación se encuentra ante el desafío de asumir las exigencias objetivas de cada una de estas tres dimensiones y tiempos. Es sagrada la memoria de cada hombre con fechas y lugares, de vida y de muerte, de nacimiento y sepultura. Allí donde nada ni nadie recuerda a un ser humano, éste queda degradado, confiado sólo a la fiel memoria y atención del Dios creador que nunca olvida a sus criaturas. Nin-gún pueblo puede dar por definitivamente olvidada su historia, ya que todos venimos de ella con flores nacidas en nuestros sembrados o cicatrices abiertas en nuestros cuerpos.

España, desde mediados del siglo XIX, ha padecido violentos enfrentamientos civiles. En la medida de lo posible ese pasado hay que resanarlo, una vez conocido y reconocido, discernido y consentido en los elementos que objetivamente lo constituyeron. Ninguna mentira funda ninguna esperanza mientras que cualquier verdad alumbra un futuro. Memoria recogida, discernida y purificada, memoria reconciliada y reconciliadora.

Pero la memoria no basta; en su ayuda debe venir la historia. Ésta, poniendo distancia a los acontecimientos, integrando elementos previos, circunstanciales y posteriores, pone cada hecho, persona y decisión en su real luz. La sola memoria puede quedar entenebrecida por el dolor o la soberbia, por los intereses pasados o por las pretensiones futuras. La historia tiene también que estar sometida a la objetividad máxima posible del hecho y del texto, del testimonio y del documento, de la geografía y del archivo. Y a pesar de todo, siempre quedarán acontecimientos que por su hondura, carácter fragmentario o trascendentalidad, escaparán a nuestro esclarecimiento interpretativo.

A esa historia y a esa memoria hay que corresponder en el presente con amor y magnanimidad. Desde ellas es posible que surja una ley que esclarezca unos casos, dignifique otros y esperance otros. Pero no se pueden confundir los campos ni los protagonistas: la memoria tiene unos, la historia, otros, la ley otros. Los legisladores no crean la historia, ni el pueblo hace directamente las leyes a la luz de una memoria que, por lo compleja y pluriforme, los historiadores deben recoger y verificar.

Durante la transición, con la Constitución, se intentó sumar esos tres tiempos: pasado, presente y futuro, arropados con las tres actitudes de la memoria, el amor y la esperanza. Quienes fuimos testigos de aquellos momentos los vivimos con tanta ilusión como temor y temblor, porque tres salidas fundamentales aparecían posibles y cada una de ellas tenía detrás grupos decididos a llevarlas a cabo: la revolución radical con la mirada puesta en lo que se inició en 1917, la proclamación militar con la reafirmación endurecida del régimen vivido durante cuarenta años, y una reforma democrática, pactada en concordia y consenso, con perdón y olvido, como condiciones necesarias para tener futuro y mantener a la vez la verdad y la paz, que reclamaba Unamuno. En aquel momento no se hizo justicia a todos los hechos y elementos que por unos y otros lados la reclamaban. ¿Hubiera sido entonces posible la transición si, como condición esencial para el consenso, se hubiera exigido una revisión de toda la historia anterior, reclamando justicia y ajusticiamiento para todos? ¿Quién se atreverá a responder a esta pregunta?

Hoy la distancia temporal y la consolidación institucional nos permiten superar silencios, esclarecer situaciones y completar perspectivas, sin que ello signifique elevar este instante de la historia, de la política y de la ideología vigente, a tribunal supremo de todo lo anterior.

De nuevo España y los españoles estamos convocados a una gesta de memoria ilustrada, esperanza realista y amor sincero que sumen aceptación y perdón. Sin ellos recomenzaría la historia del rencor y resentimiento, donde la necesaria voz de justicia se convertiría en atroz grito de ajusticiamiento. La historia y la memoria pueden ser alma nutricia, vivificadora y liberadora, o por el contrario pueden ser utilizadas como instrumento político o arma contra el prójimo. La dignidad de un pueblo para un mejor porvenir reclama tres cosas igualmente esenciales: lucidez intelectual, coraje moral y capacidad de saltar sobre sí mismo. Con esa actitud nativa, una ley, por su contenido y aplicación, podría colaborar a una nueva fase de la concordia o por el contrario ahondar las heridas que aún sangran. Y lo más grave -¡y bello!- es que este medio siglo ha unido familias, ha acercado grupos, conciliado contextos, en forma tal que es ya imposible crear un discernimiento y justicia en muchos casos sin deshacer la concordia y convivencia logradas ya entre personas, cuyas progenitores o cónyuges estuvieron en laderas opuestas y algunos de los cuales fueron los verdugos de los padres de sus esposas, de sus abuelos o de sus vecinos.

En cristianía se superan el olvido y la trivialización de la culpa cuando cada día se pide a Dios perdón y con toda verdad la iglesia inicia cada eucaristía con una previa confesión de los pecados. En ciudadanía se trasciende el olvido y excluye la trivialización cuando se ofrece paz, piedad y perdón. Éste es el reto moral, cultural y religioso ante el que estamos en España: no reabrir heridas sino cerrarlas; hacer de la historia y memoria alma fortalecedora de nuestra convivencia; convertir las que fueron espadas en podaderas y las que fueron lanzas en arados, por tanto, en instrumentos no de guerra sino de paz, no de violencia primitiva sino de cultura y ciencia.

Olegario González de Cardedal es catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca.

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