Columna

Réplica

PUBLICADO ORIGINALMENTE en 1960 y ahora en su versión castellana, El gran retrato (Gadir), del novelista italiano Dino Buzzati (1906-1972), narra la enésima ficción de un científico que logra replicar cibernéticamente un ser humano, un superdotado cerebro artificial, pero con la peculiaridad de que, además de su prodigiosa capacidad calculadora, le ha diseñado el alma de la que fue su amada esposa, Laura, que había fallecido en un accidente automovilístico una década antes, cuando se escapaba de su celoso marido. Financiado el proyecto por el Ministerio de la Guerra, la animación femeni...

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PUBLICADO ORIGINALMENTE en 1960 y ahora en su versión castellana, El gran retrato (Gadir), del novelista italiano Dino Buzzati (1906-1972), narra la enésima ficción de un científico que logra replicar cibernéticamente un ser humano, un superdotado cerebro artificial, pero con la peculiaridad de que, además de su prodigiosa capacidad calculadora, le ha diseñado el alma de la que fue su amada esposa, Laura, que había fallecido en un accidente automovilístico una década antes, cuando se escapaba de su celoso marido. Financiado el proyecto por el Ministerio de la Guerra, la animación femenina y personal del oficialmente llamado "Número Uno", se ha llevado a cabo a espaldas de la burocracia oficial, que no se percata del insidioso injerto porque la fastuosa máquina cumple sin problemas las funciones previstas. La crisis de "Número Uno", sin embargo, no tardará en producirse cuando sus sofisticados sensores le muestren la tragedia de poseer un alma sin cuerpo, lo peor que le puede ocurrir a la personalidad de una mujer frívola, sensual y casquivana, aunque, en realidad, da igual cuáles fueran sus características concretas, porque el ansia corporal de un alma es tan fuerte que desea hasta lo primordial en una naturaleza orgánica: morir.

En 1886; o sea: cinco años después del nacimiento de Picasso y 74 años antes de la publicación de la novela de Buzzati, el escritor francés Villiers de L'Isle Adam, editó La Eva futura, en la que el científico Edison construye electromagnéticamente un ser artificial, también femenino, llamado Hadaly, en esta ocasión para satisfacer el capricho de un rico noble estragado, Lord Ewald, que busca lo que él entiende como una mujer perfecta, pero con el resultado trágico del, no sé cómo llamarlo, "suicidio" de ambos. En 1818; o sea: un año antes de la inauguración del Museo del Prado y 68 antes de la novela de Villiers de L'Isle Adam, apareció Frankenstein, de Mary Shelley, la historia del primer engendro mecaorgánico, en esta ocasión, masculino, inventado por la imaginación literaria. Celebérrimo como toda primicia en su género, no creo que haya que glosar el también trágico destino de este ser particularmente monstruoso, no tanto por su criminal genotipo, sino por algo tan humano como su aprensiva sensibilidad ante la fatalidad de encontrarse radicalmente solo.

Desde 1960 hasta la actualidad, la lista de ficciones literarias o cinematográficas sobre replicantes humanos, ya sean cibernéticos, orgánicos o mixtos, es casi tan abundante como los experimentos científicos que se suceden para lograr un ser artificial, que cumpla con las funciones biológicas o intelectuales del hombre, salvando los inconvenientes existenciales de éste, o, lo que es lo mismo, que sea alma o que sea cuerpo, pero nunca las dos cosas a la vez. Al margen de los verdaderamente dubitables beneficios de esta hazaña científica legendaria, porque, de lograrse, nos convertiríamos en dioses, el candente interrogante de esta conquista es quién entonces daría la réplica a los replicantes.

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