Columna

El centro

La ciudad de Sevilla cuenta con un programa de centrifugado mucho más potente que cualquier lavadora. En los últimos años se está esforzando en expulsar de su corazón a la gente, los comercios, los transportes y hasta las aceras, y si esta tendencia continúa al alza pronto se convertirá en una especie de parque arqueológico, una zona cero sin mucho que envidiar a la de Manhattan donde las únicas formas de vida serán las palomas que destiñen los cráneos de las estatuas. Hoy he tenido oportunidad de constatar esta certeza que ya se había instalado tiempo atrás en mi cerebro con una solidez de ce...

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La ciudad de Sevilla cuenta con un programa de centrifugado mucho más potente que cualquier lavadora. En los últimos años se está esforzando en expulsar de su corazón a la gente, los comercios, los transportes y hasta las aceras, y si esta tendencia continúa al alza pronto se convertirá en una especie de parque arqueológico, una zona cero sin mucho que envidiar a la de Manhattan donde las únicas formas de vida serán las palomas que destiñen los cráneos de las estatuas. Hoy he tenido oportunidad de constatar esta certeza que ya se había instalado tiempo atrás en mi cerebro con una solidez de cemento: las autoridades quieren vaciar el centro, desalojarlo, convertirlo en una especie de Chernóbil o en un museo reservado donde sólo se admita el acceso a determinadas horas con ayuda de un salvoconducto. Por si las obras infinitas que roturan las calles no suponían ya una medida lo suficientemente disuasoria para avanzar allende la Puerta de Jerez, por si el metro, el tranvía y el futuro en general no conspiraban demasiado contra los derechos del paseante, chocamos ahora con una serie de medidas que, observadas de lejos, parecen perseguir la construcción de un búnker, de una fortaleza inexpugnable. Esta mañana, por compromisos diversos, quise desembarcar en el casco histórico y acceder a dos o tres esquinas que deben de figurar tachadas con cruces en los mapas estratégicos: después de soportar más de una hora bajo una solana que convertía mi coche en un horno industrial, ni siquiera conseguí un aparcamiento. Aparte del bloqueo de dos o tres calles adicionales, por motivos que no sé si tocan o no a la cesárea reforma del urbanismo que ha emprendido nuestro consistorio, he sabido que se ha decidido vetar media docena de accesos más con norayes o maceteros de granito, y que los preclaros cerebros de los despachos planean también restringir los parkings del centro a sus inquilinos. No me extraña que los empresarios de la zona, zapateros, libreros y dueños de bares, estén que trinen y hayan comenzado a empapelar las fachadas con improperios contra el alcalde. Porque las palomas van descalzas, no leen y se conforman para beber con el agua del riego.

Nada más lejos de mi intención que condenar los proyectos del ayuntamiento, que sé que está esforzándose en convertir una urbe caótica, cubierta de polución y mugre, en un habitáculo saneado donde los habitantes puedan respirar mejor y además alegrarse la vista. Naturalmente, para alcanzar ese futuro reino de los cielos ahora debemos pasar este purgatorio, y curtir nuestras llagas en el famoso valle de lágrimas. Estoy de acuerdo en que el corte del tráfico, la peatonalización, la introducción de transportes alternativos y la reducción de visitas que deben padecer los monumentos constituyen medidas encaminadas a preservar el centro histórico y a detener su deterioro: esa política, racional y razonable donde las haya, es la que lleva practicándose desde hace décadas en otras ciudades de Europa que también cuentan con venerables catedrales y lonjas en sus entrañas, y ha permitido que vetustos edificios pasen de la categoría de ruinas a la de casas de muñecas. Y sin embargo, no puedo evitar lamentar que esa protección del patrimonio lleve pareja la extinción de la vida. El caso más sintomático, el que primero acude a las mientes, es el de Venecia: un museo meticuloso, un escaparate de iglesias, callizos, patios y zaguanes, una ciudad conservada en el interior de una gota de ámbar tal y como era hace centenares de años y donde, lamentablemente, no hay habitantes que la hagan respirar. Los venecianos no existen; todos los que alguna vez ocuparon sus balcones y usaron sus cerraduras han huido, espantados por las avalanchas de turistas, vendedores de souvenirs, hosteleros. La triste realidad es que en la laguna resulta más fácil comprar una máscara o un violín que una barra de pan; al caer la noche las calles se vacían, se vuelven rígidas y lúgubres como cadáveres, sin que logren reanimarlas las reatas de excursionistas que van o vuelven de la pizzería. Si no me equivoco, y querría hacerlo, el destino de Sevilla es también este: porque el mejor modo de preservar algo es enclaustrarlo en una vitrina.

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