Columna

La soledad de Alberto

A pesar de gustarme el fútbol, nunca sabré si el famoso miedo del portero ante el penalti, ese miedo que Peter Handke literaturizó grandiosamente, es realmente miedo o pura adrenalina. Viendo esos músculos tensados, esa mirada centrada, ese cuerpo a punto de desmentir las leyes de la gravedad, tengo para mí que el portero no pierde su tiempo en temer, sino en vencer. Es más un guerrero que una víctima. ¿Será eso mismo lo que siente Alberto Ruiz Gallardón? Dada la tipología política del personaje, una podría considerar buena la metáfora del portero, ya que don Alberto viaja solo más a menudo de...

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A pesar de gustarme el fútbol, nunca sabré si el famoso miedo del portero ante el penalti, ese miedo que Peter Handke literaturizó grandiosamente, es realmente miedo o pura adrenalina. Viendo esos músculos tensados, esa mirada centrada, ese cuerpo a punto de desmentir las leyes de la gravedad, tengo para mí que el portero no pierde su tiempo en temer, sino en vencer. Es más un guerrero que una víctima. ¿Será eso mismo lo que siente Alberto Ruiz Gallardón? Dada la tipología política del personaje, una podría considerar buena la metáfora del portero, ya que don Alberto viaja solo más a menudo de lo que sería recomendable. Y goles a puerta no le faltan. Pero, al igual que el portero, no parece temer a las furias, sino que más bien las enfrenta y las reta. Ciertamente está solo, según parece evidente, tanto que la crónica de ayer de EL PAÍS, contando que ningún compañero del PP había querido dar su nombre públicamente para solidarizarse con él -insultos de Losantos en ciernes-, era todo un poema. En librillo de periodista diríamos que esa crónica lo decía todo sin entretenerse mucho. Pero su soledad, que es notoria y estridente, nos deja un poco huérfanos a todos los que creemos que lo del PP actual es un desastre. Dirían algunos que ya nos va bien una derecha troglodita y con cara de perro, tan alejada del centro social que ha perdido hasta la brújula para situarlo, pero no estoy de acuerdo. Como asegura uno de esos amigos del PP que son liberales y ahora viven bajo tierra, la derivada radical del Partido Popular connota y daña la salud democrática de todos, con independencia de las preferencias ideológicas pertinentes. No se trata sólo de jugar irresponsablemente con el único proceso de paz que hemos tenido en nuestras manos. Ni tan sólo se trata de usar y abusar de las víctimas, o de crear un clima de profunda intolerancia entre pueblos, o de utilizar la tragedia del Holocausto de forma soez, intolerable y malvada, sólo para poder dañar un poco más a Cataluña. Y eso que Esperanza Aguirre lee a nuestros poetas. ¿Será que sólo lee a los malos? Por rematar, no se trata ni tan sólo del deplorable espectáculo que protagonizan, a dos manos, Zaplana y Acebes, tanto que han conseguido superar a sus respectivas caricaturas por el extremo. Lo peor de todo es que un partido que ha sido, quiere y puede ser gobierno, y cuya importancia social va pareja a los millones de votos que tiene, haya decidido seguir las directrices de los sectores más alienígenas del periodismo y marque su agenda en función de lo que braman y rugen algunos micrófonos amigos. Lo peor es que se apunta a la barricada de la palabra gruesa, en una estrategia de confrontación primitiva que sólo puede llevarle al desastre final, pero que, por el camino, se carga convivencia, serenidad y salud democrática. Que la agenda política del partido que quiere y puede gobernar España la marque un periodista furibundo, sobrecargado de odio irracional, ideólogo de una derecha confrontista y guerracivilista, cuyo lema de cabecera es Cuanto peor, mejor, nos da la medida de lo mal, malísimamente mal, que está la derecha española. Recuerdo que en una entrevista a Carles Francino le preguntaron si él era el extremo opuesto de Jiménez Losantos, y su respuesta fue meridiana: "yo no estoy en el extremo. En el extremo sólo está él". Ciertamente, no se trata de derechas o de izquierdas, de sensibilidades conservadoras o progresistas, de la mirada con que uno mira la realidad. Se trata de convertir la libertad de expresión en libertad de destrucción, y confundir el derecho a la información con el derecho al insulto. En lo político, se trata de crear un clima irrespirable, tan maniqueamente perverso que casi todo el espectro político, incluyendo una parte del PP, queda fuera del tablero. En sus adentros, cuando se mira al espejo, don Federico debe emular a los grandes autarcas y se debe decir: "yo o la nada". Y la nada es lo que intenta conseguir.

El partido que ha sido, quiere y puede ser gobierno, y cuya importancia va pareja a los millones de votos que tiene, ha decidido seguir las directrices de los sectores más alienígenas del periodismo y marca su agenda en función de lo que braman y rugen algunos micrófonos amigos

¿Por qué un partido serio, que representa a millones de personas, que ha gobernado un país y pretende volver a hacerlo, permite que su agenda la escriban los escribanos de la confrontación? Es cierto que el trincherismo periodístico retroalimenta el trincherismo político que cohabita en el PP con su alma liberal, y que, hoy por hoy, ha ganado la batalla del liderazgo. Puede que Rajoy no sea el político a mordiscos que intenta aparentar. Puede que de Rajoy a Acebes medien muchos pueblos y tantos más desencuentros. Puede, como dicen algunas gargantas profundas, que todo lo mueva un Aznar que se fue sin irse y que intenta ganar las batallas después de muerto. Pero lo cierto es que las cabezas pensantes del PP, que las hay, están totalmente desactivadas y el sueño de una derecha liberal, en el sentido más europeo del término, es hoy un sueño roto. ¿Dónde están los que tendrían que levantar sus voces y elevar algún atisbo de pensamiento crítico? En su día decían que Piqué formaba parte de la derecha de conciliación. Pero en su momento lo desautorizaron sonoramente, lo enviaron a Madrid a recibir penitencia y el hombre volvió como vuelven los penitentes, de rodillas y con cabeza gacha. La verdad es que nunca la derecha española estuvo tan huérfana de sentido de estado. Y de sentido de modernidad. Debe de ser esa orfandad la que la lanza en brazos de la contrarreforma periodística y la que, a su vez, convierte a cualquier legionario de Cristo en su interlocutor válido. Y así estamos, todos con cilicio...

Siempre nos quedará don Alberto, dicen los optimistas. Y ahí lo tenemos, solo cual portero impenitente, gritando a los vientos que un periodista malvado le ha insultado. Extraño país este, donde un político de primera tiene que hacer una rueda de prensa para quejarse de las vejaciones que le lanza un periodista de cuarta, cuya escuela es el griterío y la violencia dialéctica. Y más extraño aún, el periodista dice que es de los suyos, y los suyos, lejos de apoyarle, apoyan al periodista. El lío es tan delirante que nos da la vez de lo delirante del lío del PP. Tanto, que parece que estos del PP reediten, en versión propia, aquel famoso chiste del franquismo, cuando Franco se dirigía a los atribulados ciudadanos con estas palabras: "españoles, estábamos al borde del abismo, y hemos dado un paso adelante".

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