Editorial:

Parálisis egipcia

El presidente Hosni Mubarak organizó el pasado año unas elecciones presidenciales y parlamentarias que iban a ser punto de arranque de la democratización real de Egipto, un país clave en la estabilidad de la región de la que depende hoy gran parte del bienestar del mundo. El resultado, fraudulento, fue básicamente el mismo de siempre desde hace 25 años. La vida política del gran país árabe continúa hibernada por la dictadura, pese a las crecientes protestas populares -reprimidas cada vez con mayor violencia-, ayudada en ello por una economía que crece a un ritmo inusualmente satisfactorio.
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El presidente Hosni Mubarak organizó el pasado año unas elecciones presidenciales y parlamentarias que iban a ser punto de arranque de la democratización real de Egipto, un país clave en la estabilidad de la región de la que depende hoy gran parte del bienestar del mundo. El resultado, fraudulento, fue básicamente el mismo de siempre desde hace 25 años. La vida política del gran país árabe continúa hibernada por la dictadura, pese a las crecientes protestas populares -reprimidas cada vez con mayor violencia-, ayudada en ello por una economía que crece a un ritmo inusualmente satisfactorio.

Nadie ignora la desconfianza de Mubarak, 78 años, hacia la consulta popular. Nunca desde su independencia Egipto ha sido una democracia homologable a las que rigen en los países occidentales que son sus principales aliados desde que abandonó el panarabismo, el nasserismo y su alianza con la URSS. Las elecciones eran una tímida señal de esperanza. Se pensaba que El Cairo podría marcar un proceso democratizador pionero en Oriente Próximo, que superara a las lógicas del miedo que atenazan a la región. Sin embargo, el fantasma del islamismo volvió a surgir -la oposición aglutinada en torno a los Hermanos Musulmanes consiguió insólitamente la quinta parte de los escaños parlamentarios- y a malograr los efectos de la consulta. Las elecciones municipales previstas para esta primavera han sido canceladas por el régimen y las leyes de excepción, que el presidente había prometido suavizar, prolongadas dos años. El principal oponente de Mubarak en las presidenciales languidece en la cárcel, y los jueces con veleidades democratizadoras son silenciados.

La represión desatada por Mubarak de los Hermanos Musulmanes, prohibidos formalmente pero tolerados a regañadientes, desprecia los principios de sus aliados en Europa y EE UU y no resuelve nada. Una cosa es combatir al fanatismo antidemocrático y otra pretender que toda alternativa a un régimen petrificado es intrínsecamente perversa.

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