Columna

Fantasmas

Fantasmagorías urbanas. En la calle Galileo de Madrid, en pleno Chamberí, un céntrico y tradicional barrio de clase media, se puede observar de cuando en cuando un espectáculo inquietante. Sucede a las puertas de un supermercado en determinados días de la semana, supongo que coincidiendo con los momentos en los que la tienda se deshace de los productos caducados. Entonces, tras el cierre del supermercado, en torno a las nueve de la noche, aparecen en ese tramo de la calle decenas de personas que provienen de otro mundo, de esos subterráneos de marginación y de pobreza que oculta nuestra socied...

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Fantasmagorías urbanas. En la calle Galileo de Madrid, en pleno Chamberí, un céntrico y tradicional barrio de clase media, se puede observar de cuando en cuando un espectáculo inquietante. Sucede a las puertas de un supermercado en determinados días de la semana, supongo que coincidiendo con los momentos en los que la tienda se deshace de los productos caducados. Entonces, tras el cierre del supermercado, en torno a las nueve de la noche, aparecen en ese tramo de la calle decenas de personas que provienen de otro mundo, de esos subterráneos de marginación y de pobreza que oculta nuestra sociedad acomodada. Irrumpen allí como materializados de repente en ese barrio que no les pertenece y se ponen a rebuscar y recoger su botín en los contenedores, en una escena que sería plenamente valleinclanesca si no fuera porque los contenedores son modernos y están impolutos. Y es que nuestra sociedad es tan opulenta que hasta los desperdicios están empaquetados y son desechados adecuadamente. Esto es, nuestras basuras están más limpias que nuestros pobres. Debe de ser que las cuidamos más.

Esta escena de rapiña dura poco: la rebusca es rápida y experta. Una vez tomado el botín, los recolectores de restos vuelven a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, y el barrio recupera su placidez, su aburrimiento sosegado y burgués, que sólo ha sido momentáneamente roto por esos visitantes de los abismos sociales. Me pregunto adónde irán, cómo llegarán a los suburbios en donde probablemente viven, cuánto tardarán en volver a sus casas con sus bandejas de muslos de pollo caducados. Ahora son todos hombres y más o menos jóvenes. Al principio, cuando supongo que empezó a correrse la voz de la existencia de los desperdicios, había también ancianos y mujeres. Pero ya no hay. El botín es siempre para el más fuerte.

Y los más fuertes somos nosotros, los ciudadanos integrados en la rica sociedad europea, con tarjetas de crédito, hipotecas, coches y bandejas de comida sin caducar. Todo un paraíso, un espejismo que nos permite vivir sin pensar en esos vecinos. Son nuestros fantasmas, porque conviven con nosotros sin ser vistos.

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