Tribuna:

Un grupo de presión, no una conspiración

La respetada revista británica London Review of Books publicó en su edición del 23 de marzo un artículo titulado "The Israel Lobby" [El grupo de presión israelí]. Los autores son dos distinguidos académicos estadounidenses (Stephen Walt, de Harvard, y John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago) que han colgado una versión más larga (83 páginas) de su texto en la página de Internet de la Kennedy School de Harvard. Como seguramente ellos habían previsto, el ensayo ha provocado una tormenta de insultos y refutaciones. Las críticas se han centrado en que sus conocimientos son de pacotil...

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La respetada revista británica London Review of Books publicó en su edición del 23 de marzo un artículo titulado "The Israel Lobby" [El grupo de presión israelí]. Los autores son dos distinguidos académicos estadounidenses (Stephen Walt, de Harvard, y John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago) que han colgado una versión más larga (83 páginas) de su texto en la página de Internet de la Kennedy School de Harvard. Como seguramente ellos habían previsto, el ensayo ha provocado una tormenta de insultos y refutaciones. Las críticas se han centrado en que sus conocimientos son de pacotilla y sus afirmaciones tienen, en palabras del columnista Christopher Hitchens, "un tufillo ligero pero inconfundible". El tufillo en cuestión es, por supuesto, el del antisemitismo.

Esta respuesta un tanto histérica es lamentable. A pesar de su título provocativo, el ensayo se basa en una amplia variedad de fuentes de calidad y en su mayor parte no es polémico. Pero hace dos afirmaciones claras e importantes. La primera es que el respaldo incondicional a Israel a lo largo de las décadas no ha redundado en beneficio de Estados Unidos. Ésta es una afirmación cuyo fondo puede debatirse. La segunda afirmación de los autores es más controvertida: las decisiones de política exterior estadounidenses, escriben, están siendo distorsionadas desde hace años por un grupo de presión interno: el "grupo de presión israelí". A la hora de explicar las acciones estadounidenses en el extranjero, algunos preferirían señalar con el dedo al "grupo de presión de la energía" interno. Otros tal vez culparan a la influencia del idealismo wilsoniano, o a las prácticas imperiales heredadas de la Guerra Fría. Pero que existe un grupo de presión israelí difícilmente puede negarlo cualquiera que conozca cómo funciona Washington. Su núcleo es el Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí; su penumbra, una variedad de organizaciones nacionales judías.

¿Afecta el grupo de presión israelí a nuestras decisiones de política exterior? Por supuesto; ése es uno de sus objetivos. Y ha tenido bastante éxito: Israel es el mayor perceptor de ayuda exterior estadounidense y las respuestas estadounidenses al comportamiento israelí han sido abrumadoramente aquiescentes o de apoyo. ¿Pero provoca la presión para apoyar a Israel una distorsión en las decisiones estadounidenses? Es una cuestión opinable. Destacados líderes israelíes y sus partidarios estadounidenses presionaron fuertemente para que se emprendiera la invasión de Irak; aunque probablemente Estados Unidos estaría hoy en Irak incluso aunque no hubiera habido un grupo de presión israelí. ¿Es Israel, en palabras de Mearsheimer y Walt, "un lastre en la guerra contra el terrorismo y en el esfuerzo más amplio de enfrentarse a los Estados rebeldes"? Pienso que sí; pero eso también es cuestión de debate legítimo.

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El ensayo y las cuestiones que suscita para la política exterior estadounidense han sido diseccionados y analizados en el extranjero de manera destacada. En Estados Unidos, sin embargo, es otra historia: el silencio de los medios de comunicación convencionales es prácticamente absoluto. ¿Por qué? Hay varias explicaciones verosímiles. Una es que un artículo académico relativamente oscuro es de poco interés para los lectores de interés general. Otra es que las denuncias de la desproporcionada influencia pública judía no son demasiado originales; y el debate sobre ellas atrae inevitablemente el interés de los extremos políticos. Y está además la opinión de que Washington está de cualquier modo lleno de grupos de este tipo, que presionan a los políticos y distorsionan sus decisiones.

Cada una de estas consideraciones podría explicar razonablemente la indiferencia inicial de la prensa convencional al ensayo de Mearsheimer y Walt. Pero no explican convincentemente por quése mantiene el silencio incluso después de que el artículo suscitara un acalorado debate entre los especialistas, en la comunidad judía, entre las revistas de opinión y en Internet, y en el resto del mundo. Pienso que hay otro elemento en juego: el miedo. El miedo a que se piense que legitiman las ideas de "conspiración judía"; miedo a ser considerados anti-israelíes, y, por consiguiente, al final, miedo a ser merecedores de la expresión de antisemitismo. El resultado final -el no analizar un asunto político fundamental- es una gran lástima. ¿Y qué más da, podrían preguntar ustedes, que los europeos debatan este tema con tanto entusiasmo? ¿No es Europa un semillero de antisionistas (léase antisemitas) que siempre van a aprovechar la oportunidad de atacar a Israel y a su amigo americano? Pero fue David Aaronovitch, un columnista de The Times de Londres, quien, en su crítica a Mearsheimer y Walt, admitía, no obstante, que "simpatiza con su deseo de enmienda, por la ridícula incapacidad estadounidense de entender la difícil situación de los palestinos". Y fue el escritor alemán Christoph Bertram, amigo desde hace mucho tiempo de Estados Unidos en un país en el que todos los personajes públicos ponen un extraordinario cuidado en hilar muy fino en estos temas, quien escribía en Die Zeit que "es raro encontrar especialistas con el deseo y la valentía de romper tabúes".

¿Cómo se explica el hecho de que sea en el propio Israel donde más se han aireado las incómodas cuestiones planteadas por los profesores Mearsheimer y Walt? Era un columnista israelí del periódico progresista Haaretz quien indicaba que los asesores de política exterior estadounidenses Richard Perle y Douglas Feith "caminan sobre una fina línea entre su lealtad a los gobiernos estadounidenses y los intereses israelíes". Era el impecablemente conservador Jerusalem Post el que calificaba a Paul Wolfowitz, secretario adjunto de Defensa, de "pro israelí devoto". ¿También vamos a acusar a los israelíes de "antisionismo"? El daño causado por el temor estadounidense al antisemitismo cuando se habla de Israel es triple. Es malo para los judíos: el antisemitismo es suficientemente real (y yo sé algo al respecto, siendo un judío que creció en la Gran Bretaña de la década de 1950), pero precisamente por esa razón no debería confundirse con las críticas políticas a Israel o a sus partidarios estadounidenses. Es malo para Israel: al garantizarle su apoyo incondicional, los estadounidenses animan a Israel a actuar sin prestar atención a las consecuencias. El periodista israelí Tom Segev tacha el ensayo de Mearsheimer y Walt de "arrogante", pero también reconoce con pesar: "Tienen razón. Si Estados Unidos hubiera protegido a Israel de sí mismo, la vida hoy sería mejor. El grupo de presión israelí en Estados Unidos es perjudicial para los verdaderos intereses de Israel".

Pero, sobre todo, la autocensura es mala para el propio Estados Unidos. Los estadounidenses se están negando a sí mismos la participación en una conversación internacional que avanza a toda prisa. Daniel Levy (ex negociador de paz israelí) escribía en Haaretz que el ensayo de Mearsheimer y Walt debería ser una llamada de atención, un recordatorio del daño que el grupo de presión israelí está haciendo a ambos países. Yo iría más lejos. Pienso que este artículo, escrito por dos politólogos "realistas" que no sienten el menor interés por los palestinos, es un indicio. Cuando lo analicemos retrospectivamente, veremos que la guerra de Irak y sus catastróficas consecuencias no fueron el comienzo de una nueva era democrática en Oriente Próximo, sino, por el contrario, el fin de una era que empezó tras la guerra de 1967, un periodo en el que el alineamiento estadounidense con Israel estaba provocado por dos imperativos: los cálculos estratégicos de la Guerra Fría y una sensibilidad interna recién descubierta a los recuerdos del Holocausto y a la deuda contraída con sus víctimas y supervivientes.

Porque los términos del debate estratégico están cambiando. El este de Asia cobra importancia día a día. Mientras tanto, nuestro torpe y fallido intento de reestructurar Oriente Próximo -y sus duraderas consecuencias para nuestro prestigio en la zona- es objeto de gran atención. La influencia estadounidense en esa parte del mundo descansa ahora casi exclusivamente en nuestro poder bélico: lo cual es lo mismo a fin de cuentas que no tener ninguna en absoluto. Y quizá, sobre todo, el Holocausto está desapareciendo de la memoria de los vivos. A ojos del mundo que observa, el hecho de que la abuela de un soldado israelí muriera en Treblinka no excusa el comportamiento indebido de dicho soldado. Así, las futuras generaciones de estadounidenses no tendrán muy claro por qué el poder imperial y la reputación internacional de Estados Unidos están tan estrechamente alineados con un pequeño y controvertido Estado cliente del Mediterráneo. Ya es algo que no tienen muy claro los europeos, los latinoamericanos, los africanos o los asiáticos. ¿Por qué, se preguntan, ha decidido Estados Unidos perder el contacto con el resto de la comunidad internacional en este tema? Puede que a los estadounidenses no les gusten las implicaciones de esta pregunta. Pero es acuciante. Se refiere a nuestro prestigio e influencia internacionales; y no tiene nada que ver con el antisemitismo. No podemos pasarla por alto.

Tony Judt, historiador, es director del Remarque Institute en la New York University. Acaba de publicar Postwar: A History of Europe Since 1945. Traducción de News Clips.

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