Columna

Prostitución

Varias asociaciones españolas de prostitutas piden, entre otros reconocimientos laborales, la creación de barrios rojos donde ejercer la profesión con seguridad e higiene. La iniciativa parece razonable y tiene apoyo institucional, aunque no unánime. Sin ir más lejos, el alcalde de Barcelona, hombre liberal, se niega a que este tipo de especialización domine una parte de la ciudad y, por derrama, sus aledaños. Tiene toda la razón, pero algo hay que hacer.

Por supuesto, el asunto es endémico y universal y sería ingenuo tratar de resolverlo de un plumazo. A lo sumo, se pueden paliar sus m...

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Varias asociaciones españolas de prostitutas piden, entre otros reconocimientos laborales, la creación de barrios rojos donde ejercer la profesión con seguridad e higiene. La iniciativa parece razonable y tiene apoyo institucional, aunque no unánime. Sin ir más lejos, el alcalde de Barcelona, hombre liberal, se niega a que este tipo de especialización domine una parte de la ciudad y, por derrama, sus aledaños. Tiene toda la razón, pero algo hay que hacer.

Por supuesto, el asunto es endémico y universal y sería ingenuo tratar de resolverlo de un plumazo. A lo sumo, se pueden paliar sus males si se plantea en términos correctos en el marco ético de la sociedad actual.

Tiempo atrás, la prostitución estaba integrada en el orden burgués, que es lo más parecido al orden natural de las cosas. Margarita Gautier era un ser malquisto, pero a sus fiestas acudía la buena sociedad solícita y bien trajeada, porque sin ella y sus colegas no existiría la literatura francesa del siglo XIX. No quiero ni pensarlo.

Luego las cosas cambiaron mucho, pero no del todo. Hoy una soubrette puede ir a la Universidad y ejercer un oficio. Pero ni este avance, ni la libertad sexual o la tolerancia de sus manifestaciones han eliminado o reducido la prostitución. Sólo la han relegado a la zona sombría de la delincuencia, la sordidez y a menudo el esclavismo. El llamado genéricamente mal francés, hoy de curación fácil, ha sido reemplazado por enfermedades de igual o mayor capacidad destructiva. Por todo ello, persiste la marginación, si no por razones morales, sí de peligrosidad.

Visto así, los barrios rojos no parecen mala idea, siempre y cuando el modelo no sea Amsterdam, o el propio Barrio Chino de la Barcelona preolímpica y canalla, sino Disneylandia. Una dársena con agua artificial y barcos de tramoya, farolas de gas, música de acordeón y comparsa de marinos con tabardo y tatuajes de quita y pon. Un recinto cerrado donde empleados y clientes estén bien y a salvo.

¿Frivolidad? No sé. La propuesta acepta la moral del espectáculo, la sustitución de la convención burguesa por la convención virtual. Una propuesta que deja de lado la intransigencia, resuelve el problema sin hacer mal a nadie y ofrece a bajo coste control y rentabilidad.

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