Columna

Ilusion

No es difícil representarse lo que hacen muchos niños vascos cuando se levantan por las mañanas, antes de ir a la escuela. No es difícil porque la mayoría de las cadenas de televisión emiten lo mismo. A partir de las ocho de la mañana o incluso antes, seis de los nueve canales que pueden verse aquí -por ejemplo en San Sebastián- dan dibujos animados. (ETB2 pasa a la misma hora una serie norteamericana que merece no un suspenso sino un "no presentado" en inteligencia, sentido civil o buen gusto). Dibujos animados, con acompañamiento de anuncios.

Tampoco cuesta imaginar que muchos de esos...

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No es difícil representarse lo que hacen muchos niños vascos cuando se levantan por las mañanas, antes de ir a la escuela. No es difícil porque la mayoría de las cadenas de televisión emiten lo mismo. A partir de las ocho de la mañana o incluso antes, seis de los nueve canales que pueden verse aquí -por ejemplo en San Sebastián- dan dibujos animados. (ETB2 pasa a la misma hora una serie norteamericana que merece no un suspenso sino un "no presentado" en inteligencia, sentido civil o buen gusto). Dibujos animados, con acompañamiento de anuncios.

Tampoco cuesta imaginar que muchos de esos niños desayunan, en consecuencia, con un ojo puesto en el televisor y el otro en los bollos o los cereales que se están comiendo; y suponer que alguno habrá que sufra, ya a esas horas del día y de la vida, porque la marca de los copos o las galletas que se lleva a la boca no coinciden con las que recomiendan los anuncios. Y que siga sufriendo mientras se viste, porque las zapatillas que se está poniendo tampoco pertenecen a las firmas prescritas por la publicidad. Y que sufra más, y más a medida que se acerca a la escuela, por no tener el muñeco o el juego que acaban de salir en la pantalla y que a lo mejor ya le han comprado a alguno de su clase. O a varios de su clase y entonces, qué sufrimiento a esas horas del día y de la vida. En fin, voy a dejarle que entre en el colegio, a ver si se le cambian un poco las ideas... Pero no; que iniciamos otra semana de vacaciones y seguramente va a seguir viendo la tele un rato o trecho más.

¿Qué pasaría si, como sucede por ejemplo en Suecia, en Euskadi estuviera prohibida la publicidad destinada a menores de siete años? Suelo preguntármelo y responderme que a lo mejor sin la posibilidad de anuncios no habría dibujos animados, y sin ellos los niños/as no verían la televisión nada más levantarse, y podrían tener los dos ojos puestos en un desayuno más lento y acompañado de conversación humana. A los suecos les parece que hay que prohibir la publicidad infantil porque antes de los siete años una persona no sabe lo que es un anuncio, no entiende que un anuncio esconde una intención de venta: primero te creamos la necesidad o la apetencia y luego, mediando un precio, nuestro producto te la satisface. ¿Es satisfacer la palabra justa en estos casos?

Resulta muy fácil dejarse seducir e incluso convencer por esa razón sueca que tanto se apega a la libertad, que tan radicalmente la defiende en sus primeros y más indefensos pasos; y por el modelo social que traduce. Yo suscribo plenamente el argumento; creo que habría que prohibir los anuncios diseñados para los más pequeños en ese nombre: siempre tiene algo de engañosa la publicidad que se dirige a quienes no pueden distinguir, detrás de una imagen llamativa o una canción pegadiza, una estrategia, reclamo o inducción; a quienes no puede construir un conocimiento ni por lo tanto prestar un consentimiento válidos. Pero también los prohibiría en nombre del derecho de los niños a tener dentro de la cabeza espacio vacío, terreno sin colonizar; una disponibilidad mental que les permita descubrir por sí solos, sin atosigamientos ni condicionamientos externos, lo que de verdad les gusta; construir por su cuenta, mirando, sintiendo, imaginando, recordando, recogiendo materiales de aquí y de allá, el edificio y las condiciones de su propia ilusión.

De una ilusión por algo o de algo, auténticamente suya, que ellos comprendan y cuiden como lo que es: una emoción única, original, exclusiva, muy diferente de esa apetencia adocenada y clónica que la publicidad intenta contagiar. Una emoción que tiene además un ritmo propio, mucho más lento de lo que deja aparecer la frenética marcha de los intereses comerciales. Yo prohibiría los anuncios infantiles en nombre del derecho de los niños a comprender por experiencia que la auténtica ilusión gana con la espera; que hace feliz y no infeliz por el camino, durante el proceso, mientras se va entendiendo y cumpliendo.

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