Reportaje:

Herbert, el coleccionista sin aura

La exposición de la colección Annick y Anton Herbert en el Macba demuestra que existe una edad de plata del coleccionismo en la que los protagonistas no son ni los mitos -Picasso, Barnett Newman, Warhol- ni el fetichismo de la obra -el aura- sino anónimos narradores que reaccionan a su propia elocuencia para convertir sus relatos en un archivo. El mismo Anton Herbert especifica: "Nosotros no hemos coleccionado obras de arte, sino una nueva forma de pensar".

En el contexto español, todavía ahogado en el remolino mediático de Arco, este importantísimo conjunto de 150 obras, radicadas en l...

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La exposición de la colección Annick y Anton Herbert en el Macba demuestra que existe una edad de plata del coleccionismo en la que los protagonistas no son ni los mitos -Picasso, Barnett Newman, Warhol- ni el fetichismo de la obra -el aura- sino anónimos narradores que reaccionan a su propia elocuencia para convertir sus relatos en un archivo. El mismo Anton Herbert especifica: "Nosotros no hemos coleccionado obras de arte, sino una nueva forma de pensar".

En el contexto español, todavía ahogado en el remolino mediático de Arco, este importantísimo conjunto de 150 obras, radicadas en la ciudad belga de Gante y que sólo se ha podido ver parcialmente en dos ocasiones -en 1984, en el Van Abbemuseum de Eindhoven, y en 2000, en el Casino de Luxemburgo- funciona, además, como un espejo cóncavo en el que se reflejan los desorientados coleccionistas, con las piernas zancudas de tanto correr bajo el crudo cielo ministerial, el cuerpo deformado y las orejas como antenas. Sí, somos extraterrestres frente a tales signos de independencia y pasión, empeñados como estamos en hacer retrospectivas por todo lo alto de artistas que no han llegado a la cuarentena o en inaugurar museos frenéticamente. Lo que Annick y Anton Herbert han dejado en Barcelona debería hacernos pensar sobre nuestro desierto cultural, rodeado de palmeras y urbanizaciones turísticas. Hace treinta años, España era Sierra Madre, un spaghetti western. Hoy es Benidorm.

ESPACIO PÚBLICO/ DOS AUDIENCIAS

Obras y documentos

de la Colección Herbert

Macba. Plaça dels Àngels, s/n Barcelona. Hasta el 1 de mayo Comisario: Manuel Borja-Villel

Pero, ¿qué tiene este matrimonio belga que les hace tan diferentes a los Ludwig, Flick o Saatchi? Los Herbert nacieron como coleccionistas a principios de los años setenta, a partir de la complicidad creada entre artistas y galeristas (Konrad Fischer, Paul Maenz, Fernand Spillemaeckers, Jack Endler). Para ellos, formar parte del grupo era más importante que poseer las obras, coleccionar era una condición relacional, una manera de participar en una estructura social y mantener un compromiso con los aspectos existenciales e intelectuales inherentes al trabajo artístico.

La primera pieza que Annick

y Anton compraron fue un Carl Andre para montar en el suelo, Lead Square; las últimas adquisiciones, un Mike Kelley, completamente kitsch, Artículo de recuerdo plano nº 18 (2001) y la fotografía digital La serie Duress (2003), de John Baldessari. En medio, dos fechas históricas, 1968 y 1989, un arco temporal que aglutina esculturas, instalaciones y pinturas realizadas por autores europeos y norteamericanos pertenecientes al minimal, el conceptual y el povera (en este sentido, la colección no sólo es declaradamente occidentalista, también androcéntrica, pues únicamente se ha incluido la obra de una mujer, Hanne Darvoyen). Ni rastro de Fluxus, happenings o accionismo vienés, por no hablar del pop o el neoexpresionismo. Los años noventa se articulan en torno a seis figuras claramente antitéticas del minimalismo: Martin Kippenberger, Mike Kelley, Franz West, Thomas Schütte, Jan Vercruysse y Rodney Graham. Pero, por encima de toda la colección, se ciernen las sombras de Marcel Broodthaers y Bruce Nauman. El primero, por su interés en socavar toda la falsificación inherente al arte y combatir su exceso de ilusionismo; el segundo, por haber sido uno de los primeros artistas en arrojar luz (y además de neón) sobre la cara oscura del comportamiento humano y lo abyecto.

La Hebert ocupa prácticamente todo el edificio del Macba, y es tan poderosa que a muchos nos ha hecho olvidar la sublime momificación del cubo blanco. Es precisamente ese aspecto de la percepción y los procesos conceptuales en la visión del arte el motif de las tres piezas situadas en el atrio, Espacio público/dos audiencias, de Dan Graham, construida para la Bienal de Venecia en 1976; Untitled (1984), de Donald Judd, un contenedor alargado de aluminio esmaltado, cerrado por la parte superior, subdividido horizontal y perpendicularmente en unidades de diez colores, e Incomplete open cubes (1974), de Sol Lewitt, que es de un proyecto que incluye 122 variaciones matemáticamente derivadas sobre cubos incompletos.

Imposible destacar una por una las obras, pero se puede afirmar que cada trabajo es un índice de la fecunda renovación estética de aquellos años de profundas transformaciones sociales y de la posterior mercantilización de la vida humana. Sí existen algunos "faros", por así decir, que iluminaron el horizonte de muchos artistas que vinieron después; como Gerhard Richter, protagonista de una de las salas más inagotables del museo, presidida por 4 Glasscheiben (1967), una pieza que expone la idea de que la pintura posee la capacidad de transmitir información visual con o sin fidelidad a la realidad del mundo. Esta especie de Gran vidrio mudo, dividido en cuatro paneles rectangulares de cristal unidos por bisagras, permite, según su autor, la posibilidad de "verlo todo, pero sin captar nada". Accelerazione = sogno, numeri di Fibonacci al neon e motocicleta fantasma, 1972 e Igloo Ezra Pound (1978), de Mario Merz, son importantes exponentes del marchamo de arte povera. El iglú era, para el artista italiano, una "armadura que no sobresale, que no es plana, que no es geométrica, para servir de soporte a materiales como la tela, la arcilla, las piedras o el cristal y para transmitir la idea de un espacio absoluto, contenido en sí mismo, atravesado por la luz y el lenguaje".

El neón como barra de luz

que atraviesa los objetos y los destruye aparece en la obra de Bruce Nauman, Sex and death (1985), que dibuja e ilumina en secuencias repetidas y entrecortadas las formas de dos desnudos masculinos en una escena de agresión y sexo. Musical chairs (1983), instalada en la torre del edificio de Richard Meier, es una escultura compuesta por dos sillas, que penden boca abajo o de costado de distintos cables sujetos al techo de la sala. Dos grandes vigas forman un aspa que puede moverse y hacer que la pieza emita una nota amenazante.

La corriente conceptual tiene su núcleo duro en las obras de On Kawara, Joseph Kosuth, Art & Language, Lawrence Weiner, Ed Ruscha, Robert Barry, Ian Wilson, Daniel Buren y Giulio Paolini, antes de llegar a los trabajos posteriores a 1989, en plena hegemonía neoliberal, y que marcan un punto de inflexión en el afán coleccionista del matrimonio belga. Los artistas de los noventa, a diferencia de los "revolucionarios", no reaccionaron contra el mercado y las instituciones del arte.

Y mientras siguen coleccionando, los Herbert se preguntan cómo va a desempeñar el arte contemporáneo su papel de vanguardia en una época de antiutopía. ¿Es acaso posible? La respuesta, igual que en aquellos años de rebeldía, así que pasen treinta años.

'Sexo y muerte' (1985), de Bruce Nauman.
'Iglú. Si la escarcha se adhiere a tu tienda, darás gracias cuando se haya acabado la noche (Ezra Pound)' (1978), de Mario Merz.
'Dos figuras y dos figuras (con la cara tapada)' (1990), de John Baldessari.

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