Tribuna:

La privatización del Estado

Se me dirá que eso ya viene sucediendo desde hace tiempo: hombres de gobierno vinculados a tal o cual empresa, a tal o cual entidad financiera, gobiernos que son juguete de las multinacionales, cuando no de determinadas ONG en casos de gran precariedad, etc. Y no digo que no haya casos en los que la acusación sea totalmente cierta. En líneas generales, añadiría yo, hay dos formas de entender el Estado como patrimonio privado. La primera de ellas sería la propia de ciertos sátrapas o familias de sátrapas, que no establecen distinción alguna entre lo que es del Estado y lo que es patrimonio del ...

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Se me dirá que eso ya viene sucediendo desde hace tiempo: hombres de gobierno vinculados a tal o cual empresa, a tal o cual entidad financiera, gobiernos que son juguete de las multinacionales, cuando no de determinadas ONG en casos de gran precariedad, etc. Y no digo que no haya casos en los que la acusación sea totalmente cierta. En líneas generales, añadiría yo, hay dos formas de entender el Estado como patrimonio privado. La primera de ellas sería la propia de ciertos sátrapas o familias de sátrapas, que no establecen distinción alguna entre lo que es del Estado y lo que es patrimonio del sátrapa y su familia. Por buscar un ejemplo no excesivamente próximo y políticamente correcto -puesto que ya está en prisión-, el de Sadam Husein (quien, por cierto, desde que está siendo juzgado empieza a caerme bien: me gustaría ver cómo se comportaban otros dirigentes mundiales en su misma situación). La segunda forma, la más común en Occidente, consiste en que quienes detentan el poder político vienen a ser los representantes (lo que se entiende por "nuestro hombre") de determinados poderes económicos. Son cosas que, aunque no se digan abiertamente, se saben, lo sabe todo el mundo, lo que es causa constante de acusaciones cruzadas de corrupción, de favores recíprocos, de negocios compartidos.

Así pues, ¿por qué no adaptar los principios a los tiempos y la realidad teórica a la realidad real? ¿Por qué no privatizar lisa y llanamente lo público en aras de su mejor funcionamiento, de una gestión eficaz y libre de interferencias? Son muchos los ámbitos en los que esto es ya una realidad en mayor o menor medida. La privatización de la enseñanza o de la sanidad y seguridad social, o de la seguridad a secas, son sólo unos pocos ejemplos: hospitales, colegios, policías privadas, instituciones y organizaciones que funcionan ya en mayor o menor grado con notorio rigor y eficacia. Desde siempre, por otra parte, han existido ejércitos de mercenarios. La idea de un ejército nacional sustentado en el servicio militar obligatorio pertenece al pasado -para alivio de todo ciudadano en edad militar-, inexorablemente asociada a las guerras del siglo XX, de triste memoria. En la actualidad, y tanto más cuanto más desarrollado sea un país, los ejércitos son ejércitos de profesionales, de técnicos altamente cualificados para intervenir en una acción bélica, que sólo se diferencian de cualquier otro tipo de técnico por hallarse sujetos a unas normas específicas, inseparables de la naturaleza misma del empleo. Y en algunos países, Estados Unidos por ejemplo, hay cárceles gestionadas por empresas privadas con el máximo rigor y la máxima seguridad; en definitiva, no es menos compleja la gestión de un hotel de lujo que la de un centro penitenciario. Pero, ¿por qué detenerse ahí? ¿Por qué las cárceles y no la Justicia, el tercer poder de toda democracia constitucional? A semejanza de los funcionarios de prisiones de las cárceles privadas, jueces y fiscales podrían pertenecer a compañías privadas. Mejor dicho: estar contratados por la compañía privada a la que le hubiera sido adjudicada tal tarea mediante concurso, un concurso en el que, a la vez que el presupuesto económico más razonable, la compañía en cuestión ofreciera las mayores garantías de seriedad, honestidad y profesionalidad. Obsérvese, en este sentido, que la abogacía es tal vez la más emblemática de las profesiones liberales, y que un buen bufete de abogados está perfectamente capacitado para acudir a este tipo de concursos. El resultado, así pues, se dirimiría entre diferentes bufetes de la máxima solvencia, cada uno de los cuales concurriría con una lista completa de candidatos a ministro, subsecretarios y magistrados de los diferentes tribunales del país.

Y quien dice la Justicia, dice el Ejecutivo. ¿Tan disparatado es imaginar que el Ejecutivo surja de la libre y limpia competencia de empresas especializadas en la formación de equipos de gobierno? ¿Empresas que propusieran no sólo un minucioso programa electoral en todos y cada uno de los diversos ámbitos de gobierno, sino también el equipo concreto encargado de ponerlo en práctica, las personas físicas concretas designadas para desempeñar los diversos cargos? ¿No sería una garantía para el ciudadano saber que la empresa ganadora, por la cuenta que le trae -la renovación del contrato-, iba a ser la primera interesada en cumplir escrupulosamente con sus compromisos electorales? Un Ejecutivo exclusivamente técnico, diseñado al margen de toda ideología por los mejores tank thinkers de cada empresa y elegido democráticamente en votación secreta por los parlamentarios representantes del pueblo soberano. ¿Cabe imaginar mejor garantía para el bien común? Claro que se podría también considerar la posibilidad de que el propio Parlamento fuera susceptible de ser privatizado. Bastaría para ello con que cada una de esas empresas especializadas presentara su candidatura de forma similar a como ahora lo hacen los partidos políticos, comprometiéndose formalmente a desarrollar con eficacia y llevar a buen fin los diversos puntos del programa con el que hubieran concurrido a las elecciones. Todo igual que ahora, sólo que con empresas en lugar de partidos. La mejor manera, si se piensa bien, de acabar con los escándalos que con tanta frecuencia cortocircuitan la actividad política: dejarla en manos de verdaderos profesionales.

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No se trata sólo de una mayor eficacia sino también de una total transparencia en la gestión, un logro que hoy en día nada tiene de desdeñable. Ya sé: se me dirá que el dinero no tiene patria y que privatizando el poder político se corre el riesgo de encontrarse un buen día con que los intereses del país están en manos de una empresa extranjera. En la práctica, semejante situación es ya una realidad para determinados países, y la mejor forma de blindarse frente a tales contingencias es precisamente la representada por la solución propuesta. Y es que, en la medida en que el capital no tiene patria, la empresa que se adjudicara mediante concurso el gobierno de España, por poner un ejemplo, fuese holandesa, norteamericana o china, tendría buen cuidado en que el balance anual que presente a sus accionistas fuera lo más saneado posible, algo que no podría menos que constituir la mejor noticia para el pueblo español. Para las empresas, el gobierno de la nación supondría un compromiso moral y jurídico, sí, pero también económico. Sin duda, más de un traspiés nos hubiéramos ahorrado de haber sido éste el sistema adoptado en su día, perfectamente armonizable, por otra parte, con la Constitución. ¡Y el impulso que hubiera supuesto para la buena marcha de los negocios! ¿Quién mejor que una empresa para ejercer el poder político? Una entidad habituada por definición a blindarse frente a terceros, tanto más cuanto más afines.

Comprendo que a muchos lectores todo esto les suene a pura utopía. Pero son tantas las realidades que hasta hace poco parecían conjeturas de carácter utópico. Ir a la Luna, por ejemplo: una fantasía de Julio Verne hecha realidad por americanos y rusos hace unas décadas. Pero, si durante los años de guerra fría la presencia de un ciudadano norteamericano en una nave soviética hubiera provocado una crisis política de primera magnitud, hoy, quien tenga dinero para costearse el capricho, sea o no americano, puede agasajarse con un paseo espacial en una nave rusa con sólo apuntarse en la lista de espera. La realización de un deseo, de un sueño largamente acariciado, quién sabe si desde la infancia, a la que sin duda han de seguir la de muchos otros. Matar, por ejemplo, ¿quién no ha experimentado en algún momento de su vida el deseo de matar a alguien? Pensar: a éste lo mataría. Y no sólo cuando niños: al jefe, al subordinado, al vecino, a la competencia. Bien: pues no hay motivo para que el deseo en sí, lógicamente reprimido, no llegue a convertirse en realidad. No estoy hablando de asesinar, claro está, algo que siempre será un crimen. Pero, del mismo modo que viajando en una nave espacial puede uno sentirse cosmonauta, matando con todas las de la ley se alcanzaría a experimentar o realizar ese deseo habitualmente relegado a los desvanes de la conciencia. Me refiero a matar a un condenado a muerte, a una persona sentenciada a la pena capital en razón de sus crímenes. Una agencia especializada podría gestionar esta experiencia en los países en los que existe y se ejecuta la pena capital. La posibilidad de que fuese el cliente quien apretara el gatillo, bajara la palanca, diera el contacto. No es una utopía.

Luis Goytisolo es escritor.

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