Columna

La pecera

Si tuviera que resumir en una imagen la impresión que me produce el discurso de Batasuna elegiría la de una pecera: los mismos argumentos dando vueltas como peces en un agua encerrada. A veces sus peces nadan en primer plano, pegados al cristal; otras, se pasean por el fondo. En ocasiones parece que el agua se mueve, como si en el recinto hubiera entrado una ola verdadera. Todo el mundo sabe que las auténticas olas son imposibles en los acuarios estancos, y sin embargo todo el mundo (casi) está dispuesto a imaginarlo, desearlo, esperarlo. En vano, porque enseguida el perfil del agua vuelve a s...

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Si tuviera que resumir en una imagen la impresión que me produce el discurso de Batasuna elegiría la de una pecera: los mismos argumentos dando vueltas como peces en un agua encerrada. A veces sus peces nadan en primer plano, pegados al cristal; otras, se pasean por el fondo. En ocasiones parece que el agua se mueve, como si en el recinto hubiera entrado una ola verdadera. Todo el mundo sabe que las auténticas olas son imposibles en los acuarios estancos, y sin embargo todo el mundo (casi) está dispuesto a imaginarlo, desearlo, esperarlo. En vano, porque enseguida el perfil del agua vuelve a su ser; a su plana habitualidad. Y lo que parecía un movimiento se revela como una simple sacudida, el efecto de cambiar la pecera de decorado; de quitarla de donde estaba -pongamos encima de una cómoda- y colocarla unos pasos más lejos, sobre el televisor.

La pecera de Batasuna está muchas veces sobre el televisor. Ya dijo Aristóteles, hace bastante más de dos mil años, que los buenos efectos son los que se consiguen a través del argumento de las acciones, no mediante la escenografía o el espectáculo. Aquí la tragedia reside precisamente en lo contrario: el grueso del efecto lo produce la puesta en escena; lo dicho y lo hecho se quedan en poca cosa, por no decir en nada. Y así llegamos al BEC, al antes, durante y después de una performance sin más efecto que el de su propia representación. Aunque lo más trágico no es que allí no haya pasado sustancialmente nada, sino que eso significa que lo que pasa en Euskadi no ha dejado ni va a dejar de pasar.

No voy a insistir en que ETA, aunque todavía ataque al presente, no tiene futuro; que se ha quedado sin aire, precipitada en el vacío y al vacío por factores y motores que escapan a su propia voluntad: nuestra sociedad está mucho más que harta de terrorismo; Europa ha dejado de ser un cobijo espacial (sideral); las directrices del mundo se orientan hacia la tolerancia cero, entre otras razones porque hay otros terroristas que actúan no peor (que matar a una sola persona es un absoluto del matar y el miedo de uno es todo el miedo) sino a mayor escala. Y a todo esto y en todo esto, Batasuna no ha tenido que ver. Batasuna ha seguido y sigue en la pecera, separada de la realidad y de la lógica democráticas por una pantalla, dando vueltas a los mismos argumentos in-activos, inconsecuentes. Y apropiándose de las grandes palabras, que son de todos, para hacer de ellas una mala traducción que las desvirtúa y las desgracia.

Yo oigo a Arnaldo Otegi hablar de libertad, de derechos civiles y políticos, de democracia, y lo primero que pienso es que dice lo que no muestra; que enarbola una causa que no representa. Que él no representa la defensa de los derechos ciudadanos; que cualquier cotejo de su actitud con las auténticas posturas libertarias le colocan en su sitio, que es el otro lado. Que no condenar la violencia terrorista no es una bagatela, como pretenden algunos, ni una formalidad utilitaria. Que más que ilustrar las relaciones o el grado de dependencia que Batasuna puede mantener con ETA, lo que refleja son las relaciones y el grado de desapego que Batasuna tiene con la sociedad vasca real; es decir, la idea que Batasuna se hace de cómo deben funcionar las sociedades. En fin, que no condenar la violencia, palabra abstracta que en concreto significa asesinato de conciudadanos, amenaza, extorsión, el miedo metido en el cuerpo social, los gestos inhibidos, las palabras tragadas, la felicidad impedida; que no denunciar o repugnar o combatir todo eso es una manera de retratarse, y no precisamente como un libertario o un demócrata.

Desde que Arnaldo Otegi llegó a la política vasca hasta el discurso retórico de Barakaldo han pasado varios años. Los que eran niños entonces hoy son adolescentes vascos. A muchos de ellos se les ha agotado la infancia sin haber podido ir jamás con su madre o su padre -amenazados, escoltados, atemorizados, precavidos- a un parque, a la playa; tranquila y civilmente a pasear, o a ver cómo los peces giran y giran en el Aquarium.

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