Crítica:POESÍA

María Victoria Serenísima

A menudo la parte sustantiva de una existencia se encierra entre paréntesis, protegida de la mirada exterior. En 1961, tras la publicación de Cañada de los ingleses, María Victoria Atencia (Málaga, 1931) se había sumido en un largo silencio, del que tardó quince años en retornar con el excelente libro que es Marta & María, como si viniera de lavarse en unas aguas lustrales. Para entonces, su voz estaba ya constituida, y la sociedad literaria, después de la renovación estética propiciada por los sesentayochistas, preparada para valorar lo que se le ofrecía en ese punto de granazón...

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A menudo la parte sustantiva de una existencia se encierra entre paréntesis, protegida de la mirada exterior. En 1961, tras la publicación de Cañada de los ingleses, María Victoria Atencia (Málaga, 1931) se había sumido en un largo silencio, del que tardó quince años en retornar con el excelente libro que es Marta & María, como si viniera de lavarse en unas aguas lustrales. Para entonces, su voz estaba ya constituida, y la sociedad literaria, después de la renovación estética propiciada por los sesentayochistas, preparada para valorar lo que se le ofrecía en ese punto de granazón. Desde ese momento, "María Victoria Serenísima", como la llamó Jorge Guillén, fue regalando a los lectores entregas sucesivas que completaban, pero no rectificaban, su mundo originario. En 1984 publicó Ex libris, una primera compilación selectiva de sus versos, y en 1990 reunió y reestructuró sus obras anteriores en La señal (1961-1989). Títulos posteriores como La intrusa (1992), Las contemplaciones (1997), A orillas del Ems (1997) y El hueco (2003), por citar sólo algunos, continuaron desgranando el catálogo de sus símbolos, en unos poemas que nacían de su biografía sin dar testimonio explícito de la misma.

DE PÉRDIDAS Y ADIOSES

María Victoria Atencia

Pre-Textos. Valencia, 2005

72 páginas. 11 euros

De pérdidas y adioses no es

principalmente un libro de despedidas; o no lo es, al menos, en su significado convencional de recuento de unos temas en los que se funden el homenaje, la elegía y el mutis por el foro. Hay ejercicios de reminiscencia del pasado desde un presente donde, en efecto, a veces domina el desamparo, como en el poema de apertura Jardín: "Vuelvo a cruzar tus verjas, desolación de hoy, / crueldad del tiempo y tuya, mientras canta el autillo / y los topos horadan el césped bajo el suelo"; pero otras veces domina la exaltación: "Tan sólo con mirarte se acababan mis ojos. / Tenía sed de ti. Sigo teniéndola". El clasicismo del fraseo embrida una tensión a un paso de la quiebra romántica, siempre que ésta no se confunda con el titanismo, ni se asimilen sus recursos a la vocinglería, la gesticulación patética o la retórica de brocha gorda. Su claridad no tiene que ver con la evidencia grosera del sentido, sino con la diafanidad de las formas. La gracilidad, el matiz o el enigma pueden aplicarse lo mismo al desvanecimiento esteticista que a la insinuada oscuridad de la muerte. Los señoriales alejandrinos, absolutamente preponderantes en la poesía de la autora, se combinan aquí con otros versos menos escayolados por el rigor métrico, sin que disminuyan el tono de hierofanía ni los signos en que esa manifestación de lo sagrado se concreta: naturaleza recluida en la domesticidad, selva convertida en jardín o universo en claustro, esplendor de la belleza, onirismo simbólico lejos del caos irracionalista.

En este libro, en fin, los ver

sos se suceden con unción expositiva, y en sus estancias conviven sin estorbarse ritualizaciones litúrgicas, motivos del arte y de la cultura, proclamas del amor. El último poema, Azor, concentra esos componentes y ejemplifica toda su poética, tan cautivadora, pues la riqueza de sus reclamos no da como resultado la espesura o el recargamiento, sino una misteriosa levedad. Sostenida en la punta de sus alas o "cerniéndose en círculos perfectos", la rapaz del título, en eco de las místicas aves de altanería, abandona de pronto su airosa ingravidez y se abalanza con vocación de rapto sobre el corazón de la autora, dilacerada, más como la Santa Teresa de Bernini que como Prometeo, entre dos propensiones contrapuestas y ambas irrenunciables: el vuelo y la raíz, el espacio y el suelo, la enajenación de sus velos corporales y el ensimismamiento en los hondones de la propia conciencia.

La poeta María Victoria Atencia.JULIÁN ROJAS OCAÑA

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