Columna

Identidad

Se despierta temprano y remolonea un rato en la cama acariciando a la gata. La gata restriega la cabeza por su cuello, con pequeños y calculados empujones, y ronronea cada vez con más fuerza. La gata la quiere. Cuando se levanta, allí está también, a su lado, observándola mientras prepara en la cocina el desayuno de ambas. A ella le interesa mantenerse informada, así que ya ha encendido la televisión y se concentra en las últimas noticias. Mientras, la gata, indiferente a esos asuntos, saborea su comida con los ojos entornados. Al terminar, se tumba junto a ella en el sofá e inicia un minucios...

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Se despierta temprano y remolonea un rato en la cama acariciando a la gata. La gata restriega la cabeza por su cuello, con pequeños y calculados empujones, y ronronea cada vez con más fuerza. La gata la quiere. Cuando se levanta, allí está también, a su lado, observándola mientras prepara en la cocina el desayuno de ambas. A ella le interesa mantenerse informada, así que ya ha encendido la televisión y se concentra en las últimas noticias. Mientras, la gata, indiferente a esos asuntos, saborea su comida con los ojos entornados. Al terminar, se tumba junto a ella en el sofá e inicia un minucioso proceso de aseo. La gata la conoce bien. Por eso sabe que en cuanto ella acabe su café y lleve la taza al fregadero se irá al baño como cada día a comenzar su también minucioso proceso de aseo. Pero en el proceso de ella hay algo más, algo a lo que es ajena la gata: no se trata sólo de una cuestión de higiene, ni siquiera de coquetería (ella es coqueta y dedica tiempo a cepillar su melena, a maquillarse, a escoger la ropa). La gata no sabe que todas las mañanas hay en la rutina de ella una cuestión de identidad. Ni lo sabe ni le importa, porque la gata tiene claro quién es ella: el ser que le hace ronronear, la persona más amable del mundo. Así que la gata se dispone, tranquila, a echarse su primera siesta del día mientras ella trajina por ahí.

Ella también tiene muy clara su identidad, pero debe defenderla a diario con más ahínco que los demás. Hoy pasará por la misma situación incómoda de otras veces. Prepara la maleta pequeña para hacer un viaje rápido y, mientras decide qué llevarse, recuerda lo que le pasará en el aeropuerto. Lo recuerda porque siempre es igual. Llegará al mostrador de facturación o a la puerta de embarque, saludará con educación, se comportará con total normalidad y entregará el billete o la tarjeta correspondientes. Pero sabe que entonces será objeto de una desconfianza que ralentizará el funcionamiento habitual de esa circunstancia cotidiana. Sabe que la persona encargada de facturar su equipaje o de franquearle el paso al avión se detendrá unos segundos de más en la foto de su carné de identidad y levantará la vista hacía ella, volverá a la foto del carné y volverá a su cara. Ambas caras coinciden: la melena de ella, los labios ligeramente sonrosados de carmín, unos ojos muy bonitos. Pero el nombre no, el nombre no coincide con ese rostro de mujer. La persona del aeropuerto, encargada de que todo fluya en beneficio de todos, se mostrará primero desconcertada, pero después sentirá miedo: es responsable de la seguridad del pasaje, y esa mujer que espera ante sí tiene nombre de varón. El resto de la cola empieza también a desconfiar, a fijarse en ella preguntándose cuál será el problema, en qué medida les afectará, si corren peligro. Quién lo diría, una mujer tan guapa. Ella mira fijamente a la azafata y esboza una sonrisa que alguna vez fue amarga o irónica. Ya no; ahora su sonrisa es una afirmación. Es lo que hay, le dice. Aunque tiene ganas de sugerirle que pregunte por ella a su gata, que sabe bien quién es. O a sus amigos, que los tiene; o a sus médicos, que podrían explicarle; o a su familia, que en parte ha logrado recuperar. Pero se limita a hacerle ver que es lo que hay y la azafata le devuelve nerviosa el carné, esbozando a su vez una sonrisa forzada.

Cuando ella, que es una mujer transexual, ha conseguido ocupar su asiento en el avión, piensa en la gata, que ya estará echándola de menos. Después se pone a pensar de nuevo en su identidad. Le ha costado mucho llegar a ser quien siempre ha sido. Porque, por ser quien es, ha pasado por el rechazo de casi todos, por la falta de trabajo, por la dificultad para encontrar una casa, por tratamientos médicos. Aunque ella es una mujer fuerte, luchadora, se podría decir que, después de todo, feliz. Y ahora más. Le faltaba la consideración pública, no ser discriminada por unas cuantas letras impresas en carné, entrar en un avión sin resultar sospechosa. Faltaba una ley que acabara con esa norma cruel que la obliga a figurar en los papeles con un nombre que se contradice con su identidad y su apariencia. Pero ya no. Porque han llegado unos políticos que han escuchado su sufrimiento y lo han encontrado intolerable. Y gracias a ellos la Ley de Identidad Sexual se aprobará en el 2006 y ella será frente a los otros una mujer más digna. Frente a todos menos frente a la gata, que ronronea entre sueños en el sofá evocando a la mejor persona del mundo.

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