Tribuna:

Donde tocas, la memoria duele

Vivimos en tiempos de empacho historiográfico. Levantada la veda de los pactos implícitos de la transición, no podía faltar el de la historia. Durante mucho tiempo se había aceptado que cada uno podía entretenerse en cultivar su particular mitología sin estridencias y, salvo los nacionalistas, nadie parecía aspirar a convertir la suya en historia oficial e impartirla por las escuelas. Una suerte de cauta dejadez se parecía imponer. No era una buena solución, como todas las que se cobijan en el encapsulamiento o en la inhibición frente al debate, pero, mal que bien, no obligaba a nadie a atrinc...

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Vivimos en tiempos de empacho historiográfico. Levantada la veda de los pactos implícitos de la transición, no podía faltar el de la historia. Durante mucho tiempo se había aceptado que cada uno podía entretenerse en cultivar su particular mitología sin estridencias y, salvo los nacionalistas, nadie parecía aspirar a convertir la suya en historia oficial e impartirla por las escuelas. Una suerte de cauta dejadez se parecía imponer. No era una buena solución, como todas las que se cobijan en el encapsulamiento o en la inhibición frente al debate, pero, mal que bien, no obligaba a nadie a atrincherarse.

Los mitos, desde luego, eran de distinta naturaleza y calidad, pero, desde el punto de vista que ha de importar al investigador, el de "cómo fueron realmente las cosas", para decirlo con el clásico, eran, al fin, mitos, dosis más o menos homeopáticas de patrañas con las que poder contarse la propia vida. Entretenían a la propia afición y, de paso, ayudaban a sobrellevar una identidad política cada vez más debilitada en las convicciones, más falta de buenas razones y de claridad de conceptos. Como Gloria Swanson en Sunset Boulevard, la recreación de quien se habría creído ser oficiaba como una suerte de conjuro para evitar la mirada limpia de quien cada mañana se piensa sin trampas y se resiste a engañarse.

Sucede, sin embargo, que cuando el debate se reprime, las ideas, por falta de oreo y de exposición a la crítica, se resecan. Aún peor: en la historia, como en el amor, las deudas aplazadas se anotan con vinagre. Así las cosas, no ha de extrañar que la historia reaparezca como elefante en cacharrería. De la peor manera. Se vuelve al pasado con el punto de mira puesto en el presente, con el ánimo de hacer arqueos morales y firmar sentencias justicieras, sin que falte la disposición de enfilar hacia la casa de los supuestos herederos a reclamar los impagados.

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Por supuesto, la evaluación retrospectiva tiene su sentido. Cada cual, de vez en vez, lo hace con su vida, y salvo cerrilismo cretino, no le faltan ocasiones de lamentarse por lo que pudo haber hecho y no hizo. No hay revisión madura de la vida sin su cuota de arrepentimiento. Incluso la Iglesia, que tiene la baza ganadora de creer que, lo entendamos o no, todo en este mundo tiene el sentido último -y por ende, la justificación- de que lo dotara su creador, está dispuesta a hacerlo, aunque se tome su tiempo y lo admita con la boca pequeña, como le pasó con el caso Galileo, en donde los "posibles" errores se empezaron a considerar hace poco más de veinte años.

Y lo que vale para uno vale para la historia de todos. Podemos echarle cuentas morales al pasado. De hecho, cuando se piensa en Hitler o Stalin, resulta difícil evitarlo. Ni siquiera parece que debamos. Pero no es tarea sencilla. La contabilidad moral de la historia es un berenjenal difícil de atravesar sin trastabillar. Y puesto que, como no parece haber manera de vadearlo, quizá no esté de más intentar asentar unos cuantos principios que ayuden a afirmar el paso a la hora de juzgar.

Primero: las secuencias históricas tan sólo muestran tramas causales. Carece de toda justificación la argumentación que parece disculpar la dictadura de Franco por la democracia posterior. La dictadura habría creado las condiciones para la democracia, se viene a decir. En un sentido trivial, ese juicio es atinado, estúpidamente atinado. Salvo quienes urden urgentes fantasías a cuenta del principio antrópico, mientras los efectos no precedan a las causas, todo lo que pasa hoy es consecuencia de lo que pasó ayer. Pero tampoco deberían entusiasmarse mucho nuestros descubridores de mediterráneos. Porque el mundo no empezó ayer y, por el mismo razonamiento, deberían aplaudir a la República, sin la cual tampoco el franquismo habría existido.

Segundo: las evaluaciones resultan inevitables. Y es que se dan no sólo en las condenas o en los arrepentimientos. Las cuentas con el pasado se echan incluso cuando parecen no echarse. Cuántas veces no hemos visto en un libro de historia explicar la ausencia de desarrollo por cierta política "proteccionista" o "librecambista", o invocar la miopía de cierto gobernante o de una clase social como causa de un desastre. En tales casos, la explicación de "cómo realmente fueron las cosas" reposa en una comparación entre lo que se hizo y lo que se podría haber hecho, entre, por así decir, el triste mundo real y el mejor de los mundos posibles en donde cada cual hizo lo que debía hacer.

Tercero: no todas las cuentas están justificadas. No se puede prescindir del horizonte moral de los protagonistas, de las circunstancias en las que realizaron sus acciones. No parece que quepa reprocharle a un médico de hace cien años que no utilizara la penicilina para combatir una infección. Un reproche que empieza a estar justificado a partir de 1943, cuando ese antibiótico se comercializa. Por lo mismo, no parece que podamos considerar mejor persona a Goebbels que a Jefferson porque este último fuera propietario de esclavos. Tampoco parece muy cabal descalificar a los protagonistas de la Revolución Francesa por no contemplar los derechos de los animales, pero sí a los gobernantes de Guatemala anteriores a 1965 por negar el derecho a votar a las mujeres analfabetas.

Cuarto: la acción responsable es la que justifica el elogio. No cabe reconocimiento de los resultados no pretendidos de las acciones. No cabe aplaudir al director de un banco que, por llegar tarde al trabajo, evita el atraco de unos ladrones impacientes, por más que su pereza sea una condición suficiente, la causa, de que no se produjera el delito. Mi calidad moral no se puede calibrar por los resultados no previstos de mis acciones, sean buenos o malos. A Franco, las cuentas hay que echárselas por lo que hizo y, salvo que se descubran singulares documentos secretos, no parece que aspirase a consolidar ningún sistema democrático. Sus objetivos eran bien otros y, conviene no olvidarlo, de haber querido la democracia, ensu mano estaba facilitar el curso de los acontecimientos. Tampoco, dicho sea de paso, se puede ir muy allá elogiando a los protagonistas de nuestra "modélica" transición cuando casi todas sus decisiones respondían a improvisaciones, a decisiones a salto de mata donde nada se acabó por parecer a lo que cada cual tenía previsto.

Quinto: la dificultad radica en dónde situamos la vara de medir. No es un problema sencillo. La valoración se establece desde una suerte de contraste con un horizonte "posible" o "imaginable" que no siempre resulta fácil perfilar. Podemos reprocharle a un estudiante que no esté a la altura de su mejor yo, de sus posibilidades, pero no que no sea Supermán. En la historia resulta complicado fijar el terreno de contraste. Las herencias pesan, y lo que se puede concebir no siempre se puede realizar o, incluso, lo que se puede concebir está sujero a limitaciones históricas. La vara de medir, el terreno de contraste, nunca puede ser el punto de vista de Dios; y quien dice Dios dice ideas o prupuestas que ahora ni podemos contemplar. Y eso por lo mismo que no parece justificado condenar a los revolucionarios franceses por su desatención de los derechos de los animales. De otro modo, todas las acciones podrían condenarse, o lo que es lo mismo, no habría ninguna justificada, en virtud de su incompatibilidad con lo que "algun día podemos llegar a pensar". Ahora bien, desde el punto de vista de lo que hoy y aquí -o entonces y allí- podemos concebir sí que hay mucho que decir. Por ejemplo, la democracia americana tenía muy pocas disculpas antes de la ley de derechos de voto del 1965 que permitió a la mayoría de los negros en el Sur votar por primera vez. Los muchos tonos del gris no impiden distinguir el negro del blanco.

Las consideraciones anteriores requieren muchos matices y, por supuesto, no resuelven los encendidos debates de estos días. Pero quizá ayuden a reconocer lo que son falsas soluciones, descuidos argumentales, no siempre deshonestos, que enturbian las polémicas y contribuyen a encanallarlas. Un enconamiento que, bien pensado, resulta difícil de entender. No está de más recordar que la historia no justifica nada, que la calidad de las ideas no mejora por las injusticias que puedan haber padecido quienes las defendieron y que, precisamente, por ello, no hay que temer a las investigaciones. Con todo, me temo que, a estas alturas del partido, recordar estas cosas es un ejercicio inútil.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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