Columna

Los árboles y el bosque

En estos momentos, un consejero de Territorio y Vivienda lo tendría muy crudo ante sus críticos para no levantar sospechas ante cualquiera de sus iniciativas. El urbanismo de alta intensidad que nos abruma en el País Valenciano provoca altas temperaturas. Mucho más si se trata de Rafael Blasco, a quien se le observa con redoblado -y comprensible- rigor. Los unos, por diferencias técnicas, éticas, estéticas o ideológicas con la política territorial que desarrolla; los otros, por antiguos contenciosos personales nunca cauterizados y que a menudo convierten la mera fiscalización periodística o pa...

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En estos momentos, un consejero de Territorio y Vivienda lo tendría muy crudo ante sus críticos para no levantar sospechas ante cualquiera de sus iniciativas. El urbanismo de alta intensidad que nos abruma en el País Valenciano provoca altas temperaturas. Mucho más si se trata de Rafael Blasco, a quien se le observa con redoblado -y comprensible- rigor. Los unos, por diferencias técnicas, éticas, estéticas o ideológicas con la política territorial que desarrolla; los otros, por antiguos contenciosos personales nunca cauterizados y que a menudo convierten la mera fiscalización periodística o partidaria en un asunto personal con condena final predeterminada. Es el sino de una larga y agitada vida pública en el proscenio de la actualidad. Pero, en todo caso, los árboles del prejuicio o de la discrepancia no debieran impedirnos ver el bosque.

Y eso es lo que, a mi entender, acaba de ocurrir a propósito de la modificación de la Ley de Ordenación del Territorio y Protección del Paisaje (LOTPP) mediante el proyecto de Ley de Acompañamiento de los Presupuesto 2006, del que -nos referimos al proyecto legal- se ha querido corregir unos errores materiales de transcripción una vez concluido el plazo de enmiendas. La Mesa de las Cortes ha rechazado los cambios, los partidos de la oposición se han apresurado a explotar la circunstancia pidiendo la cabeza del consejero y, muy especialmente, los ciudadanos que hayan seguido este incidente están legitimados para preguntarse si las aludidas modificaciones eran sustanciales y de ellas se desprendía, como se ha divulgado, ventajas singulares para los promotores inmobiliarios.

Dejemos de lado la peripecia parlamentaria, que es un asunto interno del PP, y admitamos como coherente y oportuna, aunque adjetiva aquí, la actitud de los grupos opositores. El asunto mollar se reduce a saber si la consejería o el Consell han procedido de mala fe intentando meter de rondón un regalo descomunal a los empresarios del ladrillo. Y a esta cuestión hay que contestar diciendo que en modo alguno, que sigue vigente el principio de "quien consume territorio paga", esto es, que hay que ceder a la Administración la misma cantidad de terreno que se ha reclasificado, transformándola de rústica en urbanizable. Y con una novedad importante: ya no se eximirán de ceder terrenos, como acontece ahora, aquellos proyectos con un índice de edificabilidad inferior a 0,35 m2/techo-m2/suelo. Era un límite que obviaban los que sólo rozaban ese porcentaje. En adelante, todos habrán de ceder.

La normativa, ciertamente, no afecta a los proyectos que se hubieran presentado a información pública antes de julio de 2006, una de las correcciones que auspicia las susceptibilidades. Pero no puede ser de otro modo, pues las leyes no son retroactivas. ¿Hemos de colegir que durante ese medio año se acometerá el fatal asfaltado del país abriendo más si cabe la veda a los desmanes? Veremos. Lo que no haremos es practicar el juicio sumario de intenciones, descalificar por principio o forzar los datos y textos para crucificar una política, la urbanística del PPCV en este caso, por más que nos aflija y nos haga ensoñar una alternativa que no vemos. Disentimos de esa política y también de la contumacia de ciertos críticos que conlleva el engaño y la manipulación informativa.

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