Columna

Educación

No nos faltan motivos para andar intranquilos al reparar en la edad del joven que hace una semana reventó la cabeza de su compañera de un pistoletazo. 21 años no dan para haber asimilado los tufos del franquismo ni su educación de cuarteles y seminarios; no disculpan el aletargamiento de la conciencia al servicio de una ideología que sometía cualquier clase de escrúpulo a instancias como Dios, pantalones y patria; no casan con los análisis de los sociólogos que tratan de encuadrar el fenómeno de la violencia doméstica en los desmanes de una forma de sociedad orientada hacia el machismo y el so...

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No nos faltan motivos para andar intranquilos al reparar en la edad del joven que hace una semana reventó la cabeza de su compañera de un pistoletazo. 21 años no dan para haber asimilado los tufos del franquismo ni su educación de cuarteles y seminarios; no disculpan el aletargamiento de la conciencia al servicio de una ideología que sometía cualquier clase de escrúpulo a instancias como Dios, pantalones y patria; no casan con los análisis de los sociólogos que tratan de encuadrar el fenómeno de la violencia doméstica en los desmanes de una forma de sociedad orientada hacia el machismo y el sometimiento mostrenco de la mujer a los músculos y la testosterona. Con la misma inquietud de todos, yo observo la fotografía en que conducen a este Enrique Ramírez, este novicio del verdugón y la sangre, a las dependencias del juzgado y hallo en él evocaciones más siniestras que las de Millán Astray y el señorito del cortijo: esa camiseta de colores estridentes y ese cabello rapado al estilo castrense son los mismos que lucen mis alumnos, los chavales a los que doy clase una semana y otra y que contemplan circunspectos el aire del aula mientras repito los nombres de Sócrates y Rousseau. Este recién llegado al látigo no sabe nada del garrote vil ni de los grises, ni de ese pájaro macabro que ondeaba sobre nuestra bandera hace 28 diciembres; sus hermanos de leche son los adolescentes que en un número cada vez más alarmante están convirtiendo las escuelas en campos de batalla, igualando la profesión de docente a la práctica de la ruleta rusa o atemorizando las calles de nuestras ciudades al caer la noche con navajas o cadenas de moto. Ningún sistema caduco ha enseñado a este cachorro a matar: hemos sido nosotros.

La coincidencia de la lamentable muerte de esta joven con los fastos del aniversario de la Inmaculada Constitución debería servirnos para hacernos reflexionar por un rato. Lo más sencillo, siempre, consiste en bufar ante el televisor, quejarse de los malos tiempos en que vivimos y achacar a la despreocupación de los padres y la sordera de las instituciones un vandalismo y un desprecio por la vida de los demás que está calando cada vez más en las capas menos envejecidas de nuestra población. A menudo, José Antonio Marina incide en una idea que muchos de nosotros deberían atesorar bien en la cabeza: la educación es patrimonio y responsabilidad de todo el cuerpo social, no sólo del maestro y la madre; educar es dar ejemplo a la hora de convivir y educa el conductor cuando respeta el semáforo, la señora que aguarda su turno en la carnicería y el funcionario al responder cortésmente desde la ventanilla de la oficina. Si crece la inseguridad en las calles por obra de unos canis que nadie sabe de dónde han brotado, o individuos en edad de jugar al futbito se dedican a practicar la diana contra el cerebro de sus novias es porque alguien, porque muchos, no estamos ofreciendo los modelos en que nuestra comunidad debería mirarse. Ciertos partidos alaban el logro de concordia política que supuso la Constitución y la paz que trajo consigo, y a continuación se dedican a restregarla contra las viejas postillas para hacer que unos españoles se encaren a otros. Quién va a convencer a los jóvenes de las bondades del diálogo si nuestros políticos han elegido ya el ladrido a la palabra.

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