Crítica:

La fuerza de la costumbre

Abunda un lugar común, propio de países en vías de desarrollo, pontificado hará unos cuarenta años, nunca rebatido por ausencia de ánimo, y que ganguea con facilidad en la boca de nuestros exquisitos de medio pelo: el costumbrismo es basura, una práctica de traperos de la novela. Afortunadamente, una brillantísima generación de novelistas que floreció en Estados Unidos desde finales de la Segunda Guerra Mundial se vio libre de ese acomplejado temor a la vulgaridad. Tal como afirma Borges, quien trascendió cierto costumbrismo en esquinas rosadas, a propósito del primer verso de un poema de Quev...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Abunda un lugar común, propio de países en vías de desarrollo, pontificado hará unos cuarenta años, nunca rebatido por ausencia de ánimo, y que ganguea con facilidad en la boca de nuestros exquisitos de medio pelo: el costumbrismo es basura, una práctica de traperos de la novela. Afortunadamente, una brillantísima generación de novelistas que floreció en Estados Unidos desde finales de la Segunda Guerra Mundial se vio libre de ese acomplejado temor a la vulgaridad. Tal como afirma Borges, quien trascendió cierto costumbrismo en esquinas rosadas, a propósito del primer verso de un poema de Quevedo, quien lo practicó alegremente, la vulgaridad no importa cuando la confianza en el propio talento habrá de superarla enseguida. Una narrativa importante, vigorosa y sin complejos, se inicia con un vistazo alrededor y un talento que irá descubriendo sus cartas, seduciendo y trascendiendo ese rótulo ámbar que parece iluminarse en las primeras páginas: "¡Peligro! ¡Costumbrismo!". Para eso hace falta brío y genio, y también lectores que sepan dejarse atrapar por un relato que desde la aparente inanidad crece a través de una de esas historias que el lector se siente orgulloso de conocer, de haber leído.

LOS INQUILINOS DE MOONBLOOM

Edward Lewis Wallant

Prólogo de Rodrigo Fresán

Traducción de Miguel Martínez-Lage

Libros del Asteroide

Barcelona, 2005

291 páginas. 18,95 euros

No sé si Los inquilinos de Moonbloom es el mejor fruto, pero desde luego es un fruto exquisito (y aquí procede el adjetivo) del truncado talento de Edward Lewis Wallant, fallecido en 1962, a los 36 años, y a quien es necesario situar en la misma lista y con los mismos méritos que Bellow, Salinger, Malamud, Roth, Capote y Mailer. Esta novela póstuma es el ejemplo idóneo de esa confianza en la fuerza sutil de una historia. En un inicio de comedia costumbrista, poco más, en definitiva, que una estilización (¡aunque vaya estilo!) de Aquí no hay quien viva o 13 Rue del Percebe, Wallant nos muestra la anodina existencia de Norman Moonbloom, un cobrador de alquileres en tres edificios que se desmoronan hacia la clase baja. Moonbloom es mediocre. Sus inquilinos son mediocres. El buen humor del narrador, su punta satírica, hace entretenido el peregrinar de casa en casa del fracasado, neutro y pequeño Moonbloom, esa leve profanación de la intimidad ajena.

Ése es el arranque, una hábil composición de atmósferas y ambientes que deja al fondo unos personajes muy bien trazados, pero con trazo grueso. A partir de ahí, y mediante una estructura de rara simetría, óptima en su construcción, de una sutileza maravillosa, esas gentes que pasan una y otra vez ante el lector como si estuviera sentado frente a un carrusel, se modelan, y la comedia ligera avanza hacia la comedia amarga, y ésta al drama, y de ahí cruza los umbrales de la tragedia hasta llegar a las penumbras del conocimiento. Empezando por el mismo Moonbloom todos los personajes crecen en dimensión y profundidad, del relato emanan miedos a la sociedad, a la historia y al destino humano, y todo ello permite que el autor alcance, con esa facilidad aparente del narrador muy dotado, una altura metafísica, el misterio.

Existe otra línea de discurso

en la novela, evidente ya a primera vista, una visión no sólo cristiana, cristológica, sino católica, pero blasfema, gracias a Dios. Porque Moonbloom, a sus 33 años, sufre una epifanía al perder la virginidad que le lleva a entregarse a los demás, a sacrificarse por la redención ajena, a sanarles por sanarse, para resucitar como hombre. Esa segunda línea facilita que los personajes, vistos primero en el difícil paso de la comedia a la tragedia, lleguen a la confesión y su significado: "No equivalía forzosamente a comprender lo que hubiera dicho el otro. Era más bien una gran conciencia de que había hablado". También, el estímulo básico de la novela, la mayor "idea" que pueda transmitir a los buscadores de cosa semejante, se explica en una de esas confesiones, la de una anciana del vecindario: "La gente dice tantas cosas sobre el amor y el odio... Es mucho peor, es una carga mucho más pesada, es la ternura y la piedad. La pena no es nada al lado de todas esas cosas". Hay quien puede confundir el final de la historia, y por ende todo el libro, con un cierto "bonismo" social. Más de uno lo hará. Que relean, por favor. Porque esta novela contiene una de las mejores historias escritas sobre la bondad, sobre lo necesario de la bondad, sobre lo poco aburrida que es la bondad. Es de agradecer a esta nueva editorial que se haya empeñado en poner a nuestra disposición joyas perdidas como esta novela: muy bien traducidas, excelentemente prologadas y bellamente editadas. Para mí, Edward Lewis Wallant, sólo era un nombre en los créditos de El prestamista, de Sydney Lumet. Ahora es mucho más.

Un grupo de personas se protege de la lluvia en Nueva York en septiembre de 1952.BETTMANN /CORBIS

Archivado En