Columna

A todo evento

En el fondo de todo habita la palabra. La palabra, según la cita clásica de Martin Heidegger, es morada del ser. Ese es el acontecimiento capital, el meollo y el cogollo del asunto, la madre del cordero nacional, regional, municipal. El origen del mundo lo pintó cabalmente Courbet (con pelos y señales) en un célebre lienzo. El origen de todo lo demás se encuentra en la palabra. No hace falta buscar en sitios raros. Da lo mismo que nuestros regidores públicos crean que Martin Heidegger es un piloto de fórmula 1 o el mecánico de Michael Schumacher. En el principio, como todos sabemos, fue el ver...

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En el fondo de todo habita la palabra. La palabra, según la cita clásica de Martin Heidegger, es morada del ser. Ese es el acontecimiento capital, el meollo y el cogollo del asunto, la madre del cordero nacional, regional, municipal. El origen del mundo lo pintó cabalmente Courbet (con pelos y señales) en un célebre lienzo. El origen de todo lo demás se encuentra en la palabra. No hace falta buscar en sitios raros. Da lo mismo que nuestros regidores públicos crean que Martin Heidegger es un piloto de fórmula 1 o el mecánico de Michael Schumacher. En el principio, como todos sabemos, fue el verbo. Ese fue el banderazo de salida.

Así las cosas, una sola palabra bastará para ablandarle el corazón y las neuronas al alcalde más duro de mollera o al concejal más berroqueño y cejijunto de alma. Es la palabra evento. Hagan la prueba: ofrézcanle un congreso, un festival, un proyecto cualquiera de cualquier género a un administrador público con fama de celoso y aguarden a escuchar su negativa. Citen al mismo cargo y propónganle un evento por todo lo alto, un auténtico evento mundial, y vean cómo, automáticamente, se le va destensando la mandíbula y la ilusión comienza a brillar en sus ojos. Es la magia de la palabra mágica. Y, para rematar la venta (porque todo esto es técnica de ventas), explíquenle al baranda que el evento lleva un precioso nombre en lengua inglesa.

Es lo que les debió pasar a los responsables municipales bilbaínos cuando aceptaron meternos en la ratonera colosal de las World Series, la carrera de coches de la que el PSE se desmarcaba la semana pasada. Alguien les convenció de que, al margen del ruido insoportable y el descalabro urbano, una carrera de automóviles de segundo orden dentro de una ciudad como Bilbao no era sencillamente un despropósito, sino un evento de alcance mundial que nos pondría en el mapa (siempre con la obsesión de la cartografía). Una carrera de motos o de coches o de sacos puede ser muchas cosas, una mentecatez o un soberbio espectáculo, pero si nos la venden transformada en evento todo cambia.

El evento, además de inscribirnos en el mapa del mundo, iba a tener una enorme rentabilidad económica. No fue así. Ni la hostelería ni el comercio bilbaíno se han visto especialmente beneficiados por el paso de unos bólidos de más de trescientos caballos a unos metros de las fachadas de los edificios. Los vecinos, en cambio, se han visto atropellados y perjudicados de un modo que, hasta el momento, nadie ha cuantificado en términos económicos.

Ahora tenemos un evento más (cuya continuidad está puesta en cuestión por quienes en su día le dieron la luz verde) y nueve millones de euros menos (¿cuántas cosas se podrían haber hecho con ese capital previsiblemente dilapidado?). Si la carrera sigue, es posible que se logre enjugar la sangría, pero no es imposible que la cifra de pérdidas aumente. Se diría que alguien juega (y juega mal, como una especie de ludópata autista) con el dinero de nuestros impuestos. Viven a todo evento. Su vida es un evento permanente y su única preocupación, lo único que les quita el sueño, es la eventualidad de sus poltronas. Porque nadie dimite. Si la palabra talismán es la palabra evento, la palabra tabú es la palabra dimisión. ¿A quién puede reclamar el ciudadano? ¿Quién es el responsable de que se hayan malgastado o perdido nueve millones de euros?

Hay gastos, además, moralmente asumibles. Y, de la misma forma, hay ganancias inaceptables. Aunque las World Series hubieran sido un éxito económico, su desarrollo dentro de una ciudad como Bilbao seguiría siendo una barbaridad. Hasta un niño comprende que intentar convertir la capital vizcaína en una imitación de Montecarlo es tan absurdo como pretender que el doctor Areilza sea el doctor Freud. Nadie deja a sus hijos que se paseen con un ciclomotor por el salón de casa, por muy grande que sea el salón o muy pequeño que sea el ciclomotor. Pero nuestros barandas, ya nos lo han demostrado, son gentes arriscadas. Si se hubieran tomado la molestia de pulsar la opinión pública habrían concluido antes de comenzar. La mayoría de los ciudadanos no quería la carrera. Prefirieron ponerse de acuerdo entre ellos. Y metieron la pata. Los experimentos con gaseosa. Y las carreras con el Scalextric.

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