Columna

El alma a los pies

Si hay una carretera bien señalizada ésa es, desde luego, la que está conduciendo al sistema educativo español hacia un desastre. Cualquiera ha podido reunir ya un completo muestrario de indicaciones, testimonios y pruebas tangibles del bajo nivel formativo, la precariedad metodológica y la escasa ambición cultural de muchos alumnos. Basta con constatar, a simple oído, la tortuosa relación que la mayoría mantiene con las palabras, la desertización de su expresión oral. Y lo que me preocupa no es la lengua -siempre habrá quien la pretenda y atienda por lo alto-, sino esos jóvenes de hablar difi...

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Si hay una carretera bien señalizada ésa es, desde luego, la que está conduciendo al sistema educativo español hacia un desastre. Cualquiera ha podido reunir ya un completo muestrario de indicaciones, testimonios y pruebas tangibles del bajo nivel formativo, la precariedad metodológica y la escasa ambición cultural de muchos alumnos. Basta con constatar, a simple oído, la tortuosa relación que la mayoría mantiene con las palabras, la desertización de su expresión oral. Y lo que me preocupa no es la lengua -siempre habrá quien la pretenda y atienda por lo alto-, sino esos jóvenes de hablar dificultoso y ralo. Me preocupa la sociedad que van a construir(les), porque perder lenguaje es perder visión y por lo tanto libertad. Nos sobran también ejemplos de desmotivación, descontento o incluso temor en muchos profesores. A esa constatación privada del desastre educativo hay que añadirle las grandes señales objetivas, los paneles luminosos que suponen las evaluaciones internacionales. Las más recientes colocan las competencias académicas de nuestros alumnos a la cola de los países de nuestro entorno. Sólo ocupamos la cabeza de las malas noticias: el fracaso escolar y, para colmo, el bullying. Esta semana hemos sabido que un 14% (dos puntos por encima de la media europea) de los alumnos españoles sufre alguna forma de acoso.

En fin, que se puede decir más alto pero no más claro: avanzamos, con todas las alarmas pitando, hacia el choque frontal, mortal, de nuestra enseñanza con las exigencias formativas e intelectuales del futuro, de la competencia globalizada. Estos días hemos hablado de la manifestación contra el proyecto de la LOE (noción ésta de proyecto cuyo sentido básico de invitación al debate y a la aportación común parece escapársele al Partido Popular en el peor momento, cuando más esencial resulta arrimar el hombro); también han sido noticia la visita del presidente Hu Jintao y las inversiones españolas en China e India.

Estos dos países se nos suelen presentar ahora como colosales mercados o infinitos solares para nuestras empresas; se nos exhiben las cifras de su galopante PIB como si fuera un bálsamo (el bálsamo del tigre) para nuestras economías. Pero la realidad es que esos países crecen en renta y al mismo ritmo invierten en desarrollo intelectual, en alta tecnología del conocimiento; cultivan así su propia riqueza mental, una riqueza que va a garantizarles autonomía, por no decir supremacía, en el futuro.

Por las calles de Madrid una manifestación (con algo de procesión también) pedía, entre otras cosas, que la religión fuera una asignatura evaluable como las ciencias o las humanidades. Mientras ellos desfilaban, yo leía un informe sobre el crecimiento de Bangalore, la ciudad india que se está convirtiendo en capital mundial de la alta tecnología, gracias no a la baratez de su mano de obra, como nos gusta o nos distrae creer, sino a la calidad de sus jóvenes profesionales. Las principales empresas del mundo ya emplean in situ a miles de programadores, ingenieros y científicos locales. Comparaba las dos noticias, veía aquel paisaje indio junto a este panorama, a estas alturas, y se me caía el alma a los pies. El alma a los pies, pensando en los alumnos españoles necesitados como nunca de todas las energías sociales y de nuevas ideas educativas.

La Ley Orgánica de Educación está en fase de proyecto. Su debate parlamentario es un escenario y una oportunidad privilegiados para las aportaciones plurales y los consensos imprescindibles. Un amplio pacto parece desde luego esencial, pero también lo es defender las convicciones de la izquierda: el refuerzo del modelo educativo público, que es no sólo el más justo sino probadamente el más eficaz; y la redefinición de las competencias institucionales o de las responsabilidades de cada cual.

La escuela no debe sustituir ni ser sustituida por la familia. En mi opinión, los aspectos culturales de la religión (fundamentales, entre otras cosas, para la comprensión del Arte) deben ser materia educativa; los doctrinales no.

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