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Contagios

MUCHAS PERSONAS se preguntan si las algarabías de los suburbios franceses pueden producir efectos de contagio en España. E incluso me consta que en el Gobierno hay preocupación sobre este tema. Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta el contexto en que nos movemos: la sociedad de la imagen, en que a través de la televisión los acontecimientos se propagan editados en forma de spot. Lo que vemos es lo más espectacular y, en cierto modo, lo más llamativo. No se puede descartar, por tanto, que alguna banda callejera o algún grupo de jóvenes radicales tenga la ocurrencia de qu...

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MUCHAS PERSONAS se preguntan si las algarabías de los suburbios franceses pueden producir efectos de contagio en España. E incluso me consta que en el Gobierno hay preocupación sobre este tema. Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta el contexto en que nos movemos: la sociedad de la imagen, en que a través de la televisión los acontecimientos se propagan editados en forma de spot. Lo que vemos es lo más espectacular y, en cierto modo, lo más llamativo. No se puede descartar, por tanto, que alguna banda callejera o algún grupo de jóvenes radicales tenga la ocurrencia de quemar algún coche, visto el impacto que estas acciones han tenido en Francia. Yendo más a las causas, si estos hechos son una expresión de que las fracturas de la globalización también alcanzan al Primer Mundo, España no es ajena a este proceso, y, por tanto, cabe que en algún momento se puedan producir reacciones de este tipo desde territorios más o menos marginales. Pero, de momento, no parece que se den las condiciones para que estos hechos pasen de casos aislados a una movida amplia. Y por mucho que a algunos les guste el juego fácil de palabras entre la kale borroka y la rue borroka, la violencia callejera del País Vasco nada tiene que ver con la que acontece estos días en el hexágono francés.

Aunque Francia ha cultivado siempre la fama de pionera y cuenta con una capacidad de propaganda suficiente como para hacer creer que los movimientos que en ella empiezan acaban extendiéndose, no siempre es cierto. Sin ir más lejos, las movidas del 68 no empezaron en el famoso Mayo francés, sino en Berkeley y en Berlín. España, por suerte o por desgracia, mira menos a Francia que en otros tiempos, lo cual minimiza la tentación del mimetismo. En cualquier caso, la historia reciente y la cultura de España y Francia son demasiado distintas para pensar en un contagio inmediato. En España todavía estamos en la primera generación de inmigración extranjera. Y al que llega, por poco que le vayan bien las cosas, le prima siempre cierta sensación de agradecimiento (o síndrome de Estocolmo, si se prefiere). Los agitadores franceses son hijos y nietos de ciudadanos que tuvieron la suerte de llegar a Francia en el esplendor del Estado del bienestar y gozaron de sus beneficios, y ahora se encuentran que viven en peores condiciones y en una situación mucho más vulnerable que sus padres. Nos falta, por tanto, recorrido para que la situación sea parecida.

Al mismo tiempo, Francia ha tenido siempre muy inscrita la cultura de la crítica y de la revuelta. A los franceses les gusta decir no, aun a riesgo de poner a Europa contra las cuerdas. O precisamente por eso. Desde hace ya varias décadas, en cada elección echan al que gobierna. El veto -especialmente contra Estados Unidos- es casi un símbolo de la política francesa. La revolución por excelencia sigue siendo la de 1789. Las pulsiones culturales de los jóvenes que provocan estragos en los suburbios se corresponden perfectamente con este paradigma cultural. La protesta es una manera muy propia de demostrar que son tan franceses como el que más. Y estas movilizaciones encuentran en Francia siempre un reconocimiento y una comprensión que no tendrían en otros países. España viene de años de sumisión, los reflejos espontáneos de la ciudadanía llevan más fácilmente a la resignación que a la revuelta. Y los inmigrantes son muy sensibles a los comportamientos autóctonos.

En fin, los ayuntamientos democráticos, en el periodo en que España no tenía presión migratoria, pudieron atemperar los efectos del urbanismo del desarrollismo franquista, evitando procesos de gueto y de fractura irreversibles.

Sin embargo, harán bien los dirigentes políticos en entender las señales que vienen de Francia. Empezando por el Partido Popular, que debería reflexionar sobre los riesgos de la tentación populista. El PP está haciendo con la cuestión territorial, como ya hizo con la cuestión de la inmigración, el mismo juego peligroso que Sarkozy ha hecho en Francia. Y estos juegos ya se ha visto adónde llevan.

El tan denostado tripartito catalán puso en marcha hace unos meses un plan de actuación integral (urbanismo, educación, sanidad, vivienda, seguridad) en los barrios de más riesgo que ahora adquiere doble sentido. Porque lo más importante es, a mi entender, no equivocarse al leer el conflicto francés. No es una crisis del modelo republicano de integración. Es una consecuencia de la crisis del Estado de bienestar, que es el que hizo buenos en su momento tanto el modelo francés como el modelo anglosajón, porque es lo que permitió la plena integración de los abuelos y padres de los agitadores de hoy.

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