Tribuna:LA LLAVE DE ORO DEL CANTE

En mi nombre no

En ocasión de entregarse hoy en Málaga a Antonio Fernández Diaz, Fosforito, la Llave de Oro del Cante, quinta en el tiempo y segunda de Manuel Chaves, como la modernización; quiero manifestar mi pensamiento sobre este asunto por si de algo pudiera valer.

Decididamente soy contrario a la existencia de este herrumbroso galardón. No sirve para nada bueno y encima perjudica. Así lo considero y digo pese a que sea políticamente tan incorrecto hacerlo y más aún declararlo en voz alta.

Asumo el riesgo de ser crítico ante una decisión que estimo del todo improcedente, propia de re...

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En ocasión de entregarse hoy en Málaga a Antonio Fernández Diaz, Fosforito, la Llave de Oro del Cante, quinta en el tiempo y segunda de Manuel Chaves, como la modernización; quiero manifestar mi pensamiento sobre este asunto por si de algo pudiera valer.

Decididamente soy contrario a la existencia de este herrumbroso galardón. No sirve para nada bueno y encima perjudica. Así lo considero y digo pese a que sea políticamente tan incorrecto hacerlo y más aún declararlo en voz alta.

Asumo el riesgo de ser crítico ante una decisión que estimo del todo improcedente, propia de regímenes totalitarios y no de una democracia moderna, respetuosa de la independencia y singularidad de los hechos artísticos.

La historia del decimonónico y dorado laurel no es sino una muestra de cómo en las batallas los contendientes se procuran armas eficaces para prevalecer y dominar a sus contrarios. Así los protagonistas como sus seguidores.

Las tres llaves que se habían concedido hasta la era presente, todas, con justificación jurada o sin ella, fueron arbitrarias, como no podía ser menos, ni de otra manera. Herramientas para ejercer supremacía y ostentar el mando.

La primera (siglo XIX) fue un regalo, una anécdota transmitida por la tradición oral, más que nada una leyenda de prestigio, se la dieron a Tomás el Nitri, unos cuantos devotos suyos tras una borrachera. La segunda (1926) un desagravio, un obsequio de la profesión a Manuel Vallejo por haber perdido en un concurso que tenía que haber ganado. La tercera (1962) una toma de poder, una magnífica farsa teatral digna del extraordinario fabulista Antonio Mairena, que así se alzaba victorioso, no ya ante los contrincantes del certamen cordobés en que la obtuvo, rivales de menor categoría, sino en su pugna particular con Manolo Caracol y Pepe Marchena.

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Cada uno de los agraciados en aquel entonces -igual que en esta época Camarón a quien venero y Fosforito a quien admiro- fueron en verdad artistas colosales, y merecían la gloria que tienen, más imperecedera que los brillos del oro. Eso nadie lo duda ni lo pone en entredicho.

El problema es cuando la llave -y ese fue el carácter que le confirió Mairena- se convierte en un símbolo de autoridad suprema y ejerce la dictadura de su convicción, cualquiera que sea su convicción y cualesquiera que sean sus criterios. Da lo mismo. Es siempre pernicioso. Estorba a la diversidad y a la riqueza múltiple del cante.

Porque un arte tan grande, tan complejo, tan difícil, no puede tener una sola voz, una sola guía, ni un solo manual, ni una corriente única, a no ser que se manipule su realidad y se la disfrace con los fatuos ropajes de una caduca monarquía absoluta.

Así lo obsoleto de esta recompensa viene dado por la tradición de su carácter vitalicio que concede al usufructuario supuestos atributos que nadie más puede alcanzar o poseer mientras éste viva. Algo así como el Papa o el Gobernador del Banco de Italia.

Pero el Flamenco no es una religión dogmática sino un arte en libertad y para nada necesita mandamientos ni encíclicas admonitorias de sumos sacerdotes que lo pastoreen.

Por eso cuando la Junta de Andalucía se hizo con la dichosa marca, pensábamos confiados -y a la postre errados- que lo hacía con la idea de congelar para siempre los embriones de tan pernicioso engendro.

Lamentablemente no fue así. Se adueñó de la criatura no para darle digna sepultura y piadoso olvido sino para resucitarla con renovada parafernalia y conferirle el manipulador sesgo de la propaganda.

Que un grupo de aficionados acérrimos o determinados intereses intenten encumbrar a su ídolo o a su producto comercial no debe causarnos ninguna extrañeza, ni siquiera rechazo. Así es el mercado. Pero que lo haga una institución como la Junta si es motivo de preocupación y desasosiego, incluso de estupor; también de rechazo.

Demuestra hasta que punto los poderes públicos abusan de su condición para inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia y pone de manifiesto el predominio de una errática política de intervencionismo y dirigismo cultural la mar de inquietante, peligrosa.

Si en 1962 fue el Ayuntamiento de Córdoba el que cumplió los trámites, ahora fueron las Diputaciones de Cádiz y Málaga las encargadas de proponer los reconocimientos. Entonces, al menos, se utilizó la coartada de un concurso y éramos en dictadura. Hogaño, en democracia, ni siquiera eso. Es mester ver: Como todo lo que puede empeorar empeora si así se lo propone el hombre.

José Luis Ortiz Nuevo es escritor y activista flamenco.

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