Columna

Milenio

Desde que entramos en el tercer milenio, se diría que también hemos llegado a la antesala del Apocalipsis. Primero fue el 11-S, que no sólo reventó las Torres Gemelas, sino también los cimientos de la realidad. Desde entonces hemos intentado acostumbrarnos a la inseguridad del terrorismo, pero resulta que, sin haber conseguido aún reconstruirnos psíquicamente, siguen sucediendo cosas pavorosas. Como la dantesca y repetitiva barbaridad del Katrina y del Rita. Seguramente hay explicaciones racionales: el caos tras los vendavales evidencia la falta de Estado en el sistema ultraliberal norteameric...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Desde que entramos en el tercer milenio, se diría que también hemos llegado a la antesala del Apocalipsis. Primero fue el 11-S, que no sólo reventó las Torres Gemelas, sino también los cimientos de la realidad. Desde entonces hemos intentado acostumbrarnos a la inseguridad del terrorismo, pero resulta que, sin haber conseguido aún reconstruirnos psíquicamente, siguen sucediendo cosas pavorosas. Como la dantesca y repetitiva barbaridad del Katrina y del Rita. Seguramente hay explicaciones racionales: el caos tras los vendavales evidencia la falta de Estado en el sistema ultraliberal norteamericano, y la fiereza de los huracanes puede deberse a que el recalentamiento del planeta empieza a pegar patadas en nuestras puertas. Pero esto no impide la sensación de azote bíblico, de desmoronamiento de las cosas, de extrema fragilidad e incertidumbre. Un barrunto milenarista del fin del mundo.

No es la primera vez que los humanos nos creemos al borde del abismo, y no será la última. Cuando el estupendo escritor judío Stefan Zweig se suicidó en Brasil en 1942, simplemente estaba llevando hasta su fatal extremo la desesperanza que millones de personas sentían: porque en aquel entonces el avance de Hitler resultaba imparable y el mundo parecía abocado al infierno. Por no hablar de la Gran Peste de 1348, la mayor pandemia de la historia. En Europa, y en menos de un año, murieron entre uno y dos tercios de la población (en la España actual eso supondría entre 13 y 26 millones de víctimas). Ni siquiera había gente suficiente para enterrar a los muertos. Muchos pueblos desaparecieron para siempre, los cultivos fueron engullidos por la maleza, los caminos se llenaron de bandoleros, hubo hambrunas y caos. Un monje irlandés, John Clyn, que vio morir entre atroces agonías a todos sus hermanos de congregación, narró con precisión lo sucedido y luego dejó espacio en blanco en el pergamino "para que esta obra se continúe, si por ventura alguien de la estirpe de Adán burla la pestilencia". Clyn también enfermó y falleció, como anotó una mano anónima en el texto, pero la estirpe de Adán ha resistido e incluso hemos llegado a olvidar el horror de la Gran Peste. Somos duros, somos tenaces y estamos llenos de ganas de vivir.

Archivado En