Crítica:ESTRENO | 'El método'

Ratonera capitalista

Jordi Galcerán, el autor del texto original, dice que "la película no tiene nada que ver con la obra de teatro", y tiene toda la razón. La gran mayoría de diálogos de El método son distintos de los de El método Grönholm, el tono es más dramático, hay nuevos personajes y el desenlace no tiene nada que ver. Queda, eso sí, la brutal crítica del ultracapitalismo, el estupendo entretenimiento basado en la identificación, así como la intriga contenida en las pruebas de selección, al estilo de los llamados whodunit: interrogaciones intelectuales sobre quién y por qué lo hizo, cer...

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Jordi Galcerán, el autor del texto original, dice que "la película no tiene nada que ver con la obra de teatro", y tiene toda la razón. La gran mayoría de diálogos de El método son distintos de los de El método Grönholm, el tono es más dramático, hay nuevos personajes y el desenlace no tiene nada que ver. Queda, eso sí, la brutal crítica del ultracapitalismo, el estupendo entretenimiento basado en la identificación, así como la intriga contenida en las pruebas de selección, al estilo de los llamados whodunit: interrogaciones intelectuales sobre quién y por qué lo hizo, cercanas a Agatha Christie.

El método comienza con diversas particiones de pantalla ocupadas por cada uno de los personajes. Como en el inicio de Los timadores (Stephen Frears, 1990), los protagonistas son encajonados caballos dispuestos para la carrera, tahúres listos para el engaño. Una competición marcada por la claustrofobia de los modernos edificios y por una insoportable música de ascensor que remueve por dentro. Mientras, las nuevas pruebas creadas por Piñeyro y Mateo Gil captan el espíritu de la obra de Galcerán y, excepto la del balón (que no se entiende y resulta pueril), tienen una eficacia absoluta.

EL MÉTODO

Dirección: Marcelo Piñeyro. Intérpretes: Eduardo Noriega, Eduard Fernández, Najwa Nimri, Ernesto Alterio. Género: drama. España, Argentina, 2005. Duración: 105 minutos.

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Sin embargo, la explicitud y la redundancia de algunos diálogos y acciones rebaja un tanto su calidad, sobre todo a partir del descanso de los aspirantes. Ni es necesario que alguien diga "¡ojalá se viera la calle!" para acentuar la claustrofobia de un edificio en el que no se abren las ventanas, ni es necesario un plano detalle del semen para subrayar el patetismo de una solitaria masturbación posterior a un polvo malogrado.

Con respecto al desenlace, faltan asideras para entender las reacciones del personaje femenino y, por desgracia, el magnífico resumen final de la obra de Galcerán se ha perdido por el camino: "No necesitamos a una buena persona que parezca un hijoputa, sino a un hijoputa que parezca una buena persona". Palabra de empresa.

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