Crítica:

Tener razón

No quisiera pasarme de listo, pero desde la dedicatoria "A don Juan en Pisuerga" hasta la intensísima artificiosidad del aparato y estilo novelesco, todo conspira para hacer pensar en algún tipo de juego narrativo como auténtico motor del experimento entero. La sospecha de que pasa algo salta en la primera página, con la solemne (y ahora, ya, novelescamente irónica) conversación entre un espectro moribundo, no del todo muerto, y un auxiliar de la Muerte, con mayúsculas, que es el barquero que ha de cruzar al muerto cuando esté muerto del todo. Pero como nada de eso puede ir en serio, y ni Guel...

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No quisiera pasarme de listo, pero desde la dedicatoria "A don Juan en Pisuerga" hasta la intensísima artificiosidad del aparato y estilo novelesco, todo conspira para hacer pensar en algún tipo de juego narrativo como auténtico motor del experimento entero. La sospecha de que pasa algo salta en la primera página, con la solemne (y ahora, ya, novelescamente irónica) conversación entre un espectro moribundo, no del todo muerto, y un auxiliar de la Muerte, con mayúsculas, que es el barquero que ha de cruzar al muerto cuando esté muerto del todo. Pero como nada de eso puede ir en serio, y ni Guelbenzu ni yo ni usted creemos ni en Dios ni el diablo, no vamos a bajarnos del burro de la intuición de que pasa algo, porque encima a la viuda se le aparece un sujeto a quien no conoce pero lo sabe todo de ella y de su marido, le insinúa su alergia a Dios, de Dios mejor no hablar, y tiene toda la pinta de ser un diablo coqueto y seductor empeñado en sonsacarle algo en relación con su señor esposo (muerto). Lo sabremos por fin, cuando toque, ya muy adelantada la novela, como sabremos también qué ha sido de él y le iremos cogiendo aprecio -esas páginas sobre los ancianos, las palomas y los rencores son antológicas- y hasta un respeto que casi nadie le tiene (porque les falta saber por qué) a medida que el novelista suministra información con un método estrictamente fragmentario y divino, y creo que empleo la palabra correctamente, es decir, introduciéndose en la conciencia y en las conversaciones de quien le pueda ser útil, incluido un soldadito de plomo, o el moribundo de marras. Al artificio del montaje y la solemnidad misma del estilo, se suman otros múltiples juegos de escritor -haciendo hablar a un grupo en clave entre cañí y castiza, haciendo velar al muerto (todo transcurre en las horas de espera del velatorio) al lado de otro muerto de tronío y aparato y mucho público, un triunfador bien distinto del desgraciado oficinista de la empresa de cítricos (pese a que yo tendí a leer por dos veces críticos...), etcétera-.

ESTA PARED DE HIELO

José María Guelbenzu

Alfaguara. Madrid, 2005

302 páginas. 18 euros

Nada está puesto por capri

cho sino irónicamente: Guelbenzu se ha sacudido de encima un enfado monumental y cierto sobre todos nosotros, pero también lo ha hecho con lucidez sobre los prerrequisitos tanto del panfleto como de la crítica social en una nación culta y (o pero) posmoderna. No soportamos la prédica desde el púlpito mediático (ni desde el bordillo de la acera) ni tampoco transigimos con la pose crítica con complejo de superioridad, exenta de responsabilidades pero asqueadísima, asqueadísima de las chancletas en verano y las bambas de muelles de a palmo en invierno, o sea, la degradación del mercado de las ideas y los libros, o de la vida misma convertida en una mercancía de exhibición televisiva.

Aunque lo deploremos, la vergüenza que da decir eso y sumarse a ese coro de críticas es muy grande y hay que buscar otros modos de hacerlo patente. Y me parece que Guelbenzu la ha encontrado con esta gran broma literaria que atañe mucho más que a la sociedad, sujeto difuso y anónimo, inconcreto e inasible, a los propios escritores que la reflejan y examinan, que la ennoblecen con sus novelas o la vulgarizan todavía más con su propia superficialidad, o sus pretensiones trascendentes. Y de eso trata de veras el libro, del hartazgo por el romo afán intelectual de tantas novelas o libros, de la incapacidad para crear novelas complejas que den algo más que ropa planchada fabricada en serie. No deplora la vida española de hoy, sino la pobre novela de la sociedad española de hoy, y tanto si tiene razón como si no (que es una batalla distinta), ha hallado una manera original y sinuosa, chocante también, de decir eso que sabe que no puede decirse en un sesudo artículo de opinión en este mismo periódico porque daría risa: otro más que solemniza la obviedad.

La tuerca final de la historia

me gusta particularmente porque desvela la secreta dignidad de un sujeto que decide en un momento de su vida cometer un acto que su mujer jamás le perdonará, que él sabe que no le perdonará, que no excusa tampoco a lo largo de los años, y que sin embargo a los ojos del lector (pero de nadie más en la novela) lo convierte en un héroe de la ética civil y racional, de la decencia y el coraje de asumir las convicciones sin intervención pequeña ni grande de instancias esotéricas, religiosas, espirituales ni de ningún otro orden ajeno a la conciencia propia (e histórica). Sé que lo estoy citando mal pero esta novela cree con Juan Ramón Jiménez que no hay nada superior a la propia conciencia, y ese envite de fondo, tan disfrazado, extrae de un sujeto en apariencia común un comportamiento íntegro

... a pesar de que los lectores puedan pasarlo por alto, a pesar de que la mayor parte de las novelas vayan más por encima y más rápido, y a pesar de que el propio diablo ande ya hacia la jubilación sin enterarse de nada. Guelbenzu desmiente la unanimidad del diagnóstico catastrofista de la misma novela con la segunda trama, haciendo evidentemente precipitada la primera idea sobre lo que pueda ser su novela y sobre lo que pueda ser su empleado de la Compañía de Críticos, perdón, de Cítricos.

José María Guelbenzu (Madrid, 1944).

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